Sofía es la más hermosa de las muchachas del pueblo, de carácter alegre
y valores arraigados desde su tradicional familia. Más que hablar, parece
que canta como lo hacen las aves en amaneceres
floridos y de tiernos vergeles. Donde
posa su dulce mirada brotan suspiros; viene como un sueño en medio de la improvisada valla de discretos y
singulares admiradores, que todos los días muy temprano se forma a la
orilla del camino cuando a la iglesia va. La estela de miradas se
quiebra en la esquina de sus labios cuando sonríe y como enjambre de abejas
revolotea en cada curva de su juvenil silueta. Cada paso hace saltar de gozo los
ilusos corazones, cada movimiento de cadera
mece atrevidas fantasías que se desvanecen justo a la entrada de la
iglesia, sólo entonces se dispersan como
el humo de las veladoras que Sofía enciende a los pies de las imágenes
religiosas. No hay joven que la ignore, no hay viejo que la eluda ni
muchacha que no la cele. A su edad, la flexibilidad del lirio envidia los vaivenes que su cintura dibuja
con cada movimiento de su estilizada figura. Pero hoy se quedarán con las ganas
de verla pasar.
Desde las cuatro de la mañana Sofía y su familia están despiertos
preparando todo lo necesario para la gran fiesta. Una vaca se ha sacrificado
con motivo de la boda. Está feliz, así se imaginó este día tan especial en su
vida. Su padre fue el último que dio su aprobación para el casorio. Estuvo
renuente durante los primeros meses porque el novio no es del pueblo. Para él,
la tradición dice que debe ser alguien conocido por la familia y de preferencia
con la misma creencia religiosa, pero a Sofía eso no le importó cuando lo conoció. Era un joven algo mayor que ella, delgado y atractivo según su entender.
Además tuvo que explicarle de mil maneras a su padre lo que a todas luces es
una realidad en aquella comarca. Desde hace años, prácticamente todos los
hombres en edad para el matrimonio, se han ido al otro lado de la frontera en busca de trabajo y mejores salarios. En
los pueblos y rancherías la palabra progreso no existe, ahí sólo hay mujeres,
niños, adolescentes y
ancianos que sobreviven en endebles casuchas y arraigadas tradiciones. Ella
está por cumplir diecisiete años, ese no es el asunto, en la comunidad donde
vive las muchachas se casan incluso con
menos edad que la que tiene. El
problema es que ya no hay hombres jóvenes en la comunidad.
Cuando sale el sol, la familia y vecinos ya han destazado la vaca que es preparada para una comida especial de acuerdo a la ocasión. Sofía camina aprisa para dar su aprobación al decorado de la iglesia. De ahí se irá a que le arreglen el cabello y luego se probará el vestido de novia. Sus dos mejores amigas le ayudan con los detalles para la misa y la fiesta de recepción que tendrá lugar en el patio de su casa como se acostumbra en esas rancherías dispersas a lo largo del río. Mientras repasa los pendientes, recuerda las palabras de su novio la noche anterior. Estuvieron con el ministro para hacer el segundo pago del servicio religioso. Él estuvo un poco nervioso y callado, sin embargo le dijo que estaba feliz de poder casarse con ella, que viajaría en la mañana a su pueblo, un lugar cercano para arreglar algunas cosas y pronto estaría de vuelta. Se despidieron con un beso y ella, fiel a la tradición le dijo que ya no lo vería sino en la puerta de la iglesia a la hora pactada. Él se despidió como siempre lo hacia y cada uno siguió con lo suyo.
Sofía se ha puesto el vestido blanco, es lo último que faltaba de su
arreglo y entre todas las mujeres que la acompañan le dan los últimos
toques a su maquillaje y su atuendo.
Antes de salir, se contempla en el espejo y la imagen que ve hace que se le
ilumine el rostro con una enorme sonrisa de felicidad. Llega puntual a la cita,
antes que el novio, no es usual que acontezca pero minimiza el detalle. En la
puerta de la iglesia se ha reunido familiares, amigos y una muchedumbre de
vecinos y conocidos del pueblo. Su padre no tuvo reparos para invitar a todos a
esa fiesta tan importante para su hija y para su familia. Mientras espera,
Sofía pregunta por los arreglos, por la comida y otros detalles que a esa hora
ya deben estar listos. El pastor de la iglesia y sus padres la acompañan y
platican mientras esperan. Conforme pasa el tiempo Sofía se pone nerviosa, el
novio no llega y los invitados empiezan a murmurar. Siente un nudo en la
garganta, está muy nerviosa y tiene ganas de llorar. Sus padres le piden calma
y todos aguardan, pero el tiempo abre sus fauces conforme avanza, parece una
serpiente que se enrolla en el cuello de Sofía y no la deja respirar. Después
de dos horas los comentarios y cuchicheos dan paso a las maldiciones y
condolencias para la novia. La gente ha empezado a retirarse y sus padres la
invitan a abandonar el lugar, es indudable que el novio no llegó ni llegará.
Sofía se resiste estoicamente a moverse, su cara hermosamente pintada escurre
el rímel que sus lágrimas diluyen formando dos hilos negros que gotean y manchan su
vestido blanco. Su madre llora junto con ella y su padre jura y perjura que
esto no quedará sin castigo. Casi entrada la noche Sofía hecha un guiñapo es
arrastrada hasta un auto donde la suben por su familia y la devuelven a casa.
En el pueblo no hay más comentarios que la tragedia que vive. Ya en su casa se
encierra en su cuarto sin decir palabra.
Tres días completos han pasado desde la infortunada boda y en ese tiempo
Sofía está inconsolable, casi no ha querido comer ni hablar, aún tiene puesto
su vestido y gime tirada en la cama con
la vista perdida, pero ya no hay más lágrimas en sus hinchados ojos.
Durante todo este tiempo ha escuchado los comentarios que hace la gente cuando pasa por su ventana. Unos la compadecen pero la mayoría, sobre todo las
mujeres, se burlan de ella por no respetar la tradición y haberse comprometido con un fuereño. Justo
castigo para su mala elección.
En la madrugada del cuarto día, Sofía toma algunas prendas de vestir que
acomoda en una pequeña maleta. Se quita el vestido de novia y las zapatillas y
las arroja al suelo con desdén. Termina de desvestirse frente al espejo. Se mira
largamente sin demostrar alguna emoción. La mezcla de razas que prevalece por
aquellos lugares se combinó en ella de manera singular y extraordinaria dando a su apariencia
mestiza una figura de ensueño y finas facciones,
cara ovalada y ojos almendrados de color miel cuya mirada intensa seduce al más leve contacto pupilar. Tiene los
labios perfectos, como rojas semillas de granada a punto de reventar. Su nariz
pequeña y respingada le da un toque de princesa encantada, de cabello negro,
largo y ensortijado que cae más allá de
sus desnudos y bronceados hombros.
Sus pechos
son redondos, firmes y erguidos, con aureolas apenas dibujadas por donde
sobresalen diminutas protuberancias de ensueño. Su
esbelto talle dibuja una sutil curva que encaja armónica entre las caderas que
se anuncian atrevidas delineando con
exquisita hermosura su plano vientre. Sofía recorre
su cuerpo con la mirada impávida, mira
sus senos, baja por las hendiduras de su marcado abdomen, en su
pequeño ombligo una fina capa de vellos forma un estrecho camino hacia su pubis, donde se forma un triángulo
ensortijado y negro que cubre su
intimidad. El arco de sus caderas
armoniza con sus largas y torneadas piernas. Gira levemente sobre sus talones, se mira
los glúteos, la espalda. Hay un encanto maravilloso de juventud en cada línea de su cuerpo. Es una bella y armónica escultura de carne y
sensualidad.
Pero Sofía tiene los labios resecos, los ojos hinchados y un espantoso nudo
en la garganta. Un repentino torrente de lágrimas empaña su imagen en el espejo; ahora es una
masa informe de carne que tiembla entre sollozos, crispa los puños y su rostro
se desfigura en una mueca de dolor y rabia. Se pregunta por qué fue humillada
de tal forma ante la vista de todos. Sabe perfectamente que no es culpa suya,
entregó todo su amor, se conservó pura como lo dicta la tradición y ahora es el
hazmerreír de todo el pueblo. Un vacío enorme en su pecho amenaza con tragarse
su vida, malos pensamientos cruzan por su mente.
Entra al baño y abre la regadera, deja correr el agua por su
cuerpo. Se enjabona con fuerza como queriéndose arrancar la piel, el jabón
escurre dibujando extrañas formas mientras se desliza dejando cúmulos de espuma
que se aglutina entre sus senos y su
entrepierna. Así pasa varios minutos hasta que sale por fin cubierta con una
toalla, se tira en la cama con los brazos abiertos y la mirada fija. Después de un tiempo, se levanta, toma algunas prendas y se viste lentamente.
En ese instante escucha un ruido en su ventana y luego otro, son pequeños
golpes con los nudillos seguidos por el susurro de su nombre. Sofía se
sorprende, sale de su mutismo y abre la ventana. Es su novio, su ex
novio que está ahí enfrente de ella mirándola con cara de arrepentido, intenta
abrazarla y besarla, le suplica que lo escuche pero instintivamente ella lo aparta y permanece quieta, petrificada por la sorpresa. Él le confiesa sin preámbulo que tiene otra pareja, que es casado y no
encontró la manera de decírselo antes. Ese día en que se casaría fue a su pueblo para
finiquitar su compromiso con aquella persona pero no pudo, y tampoco tuvo valor
para regresar con ella. Ahora le pide que lo perdone y le propone que se
escapen juntos. Sofía lo escucha lejana, ausente. Un zumbido en su cabeza la
hace retroceder hasta que tropieza con sus zapatillas, se inclina
y las recoge junto con su vestido, luego se endereza y observa largamente a su ex
novio quien levanta sus brazos y la espera. Camina hacia él y se detiene justo en la ventana. Pasan unos
segundos mirándose sin decir palabra
hasta que el canto de un gallo en la lejanía la saca de su cavilación, el zumbido le regresa
con fuerza, una fuerza incontenible que bulle como olla de presión y amenaza
con reventarle las venas o el corazón, la magnitud es tal, que pronto encuentra
un escape, levanta su mano y con toda su fuerza le estrella en la cara la
zapatilla que recogió del suelo, siente cómo la delgada punta del calzado
penetra en algún lugar del rostro de su exnovio e instintivamente afloja la mano
mientras éste, sorprendido se lleva las manos al rostro. Ella lo mira
retorcerse de dolor, extrañamente ya no siente nada, su cuerpo ha quedado vacío
de emociones. Cierra la ventana y se recarga en ella, cierra los ojos y
respira profundamente. Escucha cómo su ex se aleja gimiendo hasta perderse
entre los ladridos de perros y los
trinos de las aves que anuncian un nuevo
amanecer.
Sofía sale por la ventana, lleva una pequeña maleta, se
dirige hasta el camino principal donde transitan los autobuses. Ahí aborda el
primero que pasa. Tras largas horas de viaje,
ha perdido la noción del tiempo, baja del autobús y mira a su derredor,
es una ciudad pequeña de provincia. Ya no le queda dinero para pagar otro
traslado. Ha trasbordado varias veces sin importarle el destino, simplemente ha
puesto distancia entre ella y su pasado.
Después de dos días vagando, le duelen los pies, ha caminado durante mucho
tiempo y tiene sed, es medio día y el calor se torna insoportable. Conforme
pasan las horas Sofía entra en un sopor que la hace desvariar, piensa en lo
acontecido, el dolor le viene como una alud estrujando su corazón. Siempre tuvo
la ilusión de casarse, de entrar a la iglesia con su vestido blanco y
desposarse con un hombre que la quisiera, como cualquier muchacha de su edad.
Pero ahora su amor propio está pisoteado, se siente una basura y por más que
piensa no encuentra una explicación lógica a lo que le sucedió. Un transeúnte se aproxima caminando enfrente
de ella, sin pensarlo mucho lo aborda, le pide que le invite algo de tomar, el hombre se le queda mirando de arriba abajo y luego le acepta la petición. Ella se deja conducir mientras el señor la lleva a un pequeño lugar.
Entran y él pide dos cervezas y la carta. El hombre habla sin tregua pero Sofía
está en otra dimensión, su mente está en otro lugar. Se siente débil por la
falta de alimento, no está acostumbrada al alcohol, después de dos o tres cervezas ella
le cuenta su desventura y la enorme necesidad de escapar de la realidad. El señor sólo la
escucha y ella prosigue su relato. Mientras transcurre el tiempo la embriaguez
le llega haciéndole perder el juicio. En un momento cualquiera, le dice sin
rodeos al señor que quiere sentirse mujer, que quiere saber qué es el amor. El
hombre no duda ni un instante y paga la cuenta, salen del lugar y la lleva a un
motel cercano donde sin preámbulo cumple su cometido. Lo que pudo ser un
momento maravilloso en la vida de Sofía, se convierte en un festín de lujuria y
desatino. Ahora siente que su vida no
tiene ningún valor, y ella ninguna esperanza. Sale a la calle arrastrando los
pies, vaga sin rumbo fijo.
Hace tres meses que Sofía trabaja en el bar de
la esquina. El día ha sido agotador. Lleva un servicio a una mesa cuando un
mareo la hace perder el equilibrio, en su devaneo las copas y bebidas caen al
suelo y ella apenas es capaz de sostenerse en pie. Mientras los parroquianos la
miran curiosos, ella intenta recomponerse, con prisa y mucha pena limpia el
suelo del líquido y los envases rotos. Durante varios días la aqueja ese
malestar, hasta que su patrona le insiste en que vaya a un centro médico. No
tiene otra opción y hace una cita. Ahí le confirman que está embarazada.
El cuarto que renta con una amiga queda lejos
de su trabajo. Todos los días camina ida y vuelta, sus pies están hinchados y
doloridos y su trabajo requiere de buenas condiciones para el trajinar
cotidiano. Afortunadamente la dueña del
lugar la trata con consideración, además, le dijo que cuando el bebé nazca lo
quiere para ella, pues no puede ser
madre. Sofía sabe que tarde o temprano tendrá que reconsiderar su promesa, pues
cuando supo de su embarazo le prometió que se lo daría en adopción apenas lo
tuviera, sin embargo, el tiempo que lo lleva en su vientre ha hecho que aflore su amor maternal. Ocho meses han sido
suficientes para disipar su pesadumbre, la posibilidad de ser madre le ha
devuelto la alegría y las ganas de vivir, por eso decide irse del lugar y
aprovecha que tiene un dinero guardado para regresar a su pueblo. Piensa que por
ahora con acercarse será suficiente, así que decide viajar a una ranchería,
tener a su bebé y ya con el tiempo, regresar a su hogar, añora a su familia y
es frecuente que cuando piensa en ellos se ponga a llorar. Quiere bautizar a su
hijo en la misma iglesia donde sus papás la bautizaron a ella, es la misma donde un día se iba a casar. Sofía sueña con
el día en que se reúna con su familia y todo siga igual. Recuerda que le dijo a
su madre que su mayor ilusión era entrar a la iglesia con su vestido blanco y
que el párroco le diera su bendición. Quiere educar a su hijo, hacer de él un
ser humano noble y de buenos sentimientos, como a ella le hubiera gustado para
desposarse.
El serpentín caudal se retuerce por los verdes
pastizales de la rivera que terminan desgajándose al borde del río, mientras
algunas ramas y troncos son arrastrados por la turbia corriente de tono marrón
que con la lluvia se desborda e inunda algunas zonas bajas, ahí donde los bueyes y vacas pastan tranquilas.
Algunas nubes en lo alto dan un matiz
rojizo al cielo que a estas horas de la tarde anuncian la cercana noche. El
lanchero se esfuerza por destrabar la
propela que se ha enredado entre el zacate que flota en el agua. En el piso de
la lancha, asistida por dos señoras, Sofía convulsiona una vez más, su cuerpo
se sacude incontrolable mientras escurre espuma por su boca, sus mandíbulas
están fuertemente apretadas. Su mirada está perdida, de vez en cuando quedan en
blanco y gime de dolor. El tiempo avanza lento, tan lento que las señoras pueden
percibir todos los detalles de esa lucha sorda por la vida que poco a poco
escapa. Un día antes a esta misma hora Sofía se quejaba de un fuerte dolor
abdominal, inició con el proceso de parto y la señora que la ayudaría hizo los
preparativos pero con el transcurso de la noche las contracciones se fueron
debilitando hasta que el proceso inesperadamente se detuvo. Conforme pasó el
tiempo la fiebre se apoderó de Sofía y ya en la mañana sufría de alucinaciones
y delirios. Ante la gravedad de la situación, algunos piadosos vecinos la
ayudaron a conseguir esa lancha para llevarla a un lugar más grande que contara
con servicio médico.
La propela por fin es liberada y el lanchero
arranca nuevamente la máquina, reinician la travesía en una carrera contra la
muerte. la lancha avanza lenta sorteando la basura del río. Las primeras
sombras de la noche envuelven la agónica travesía, como si la naturaleza se
opusiera a la necesidad de Sofía cuyas
venas de su cuello sobresalen
como si fueran a reventar y los latidos de su corazón golpean sus sienes
empapadas de sudor.
Es la media noche cuando por fin llegan al pueblo, Sofía yace recostada sobre las viejas
tablas que recubren la lancha, su vestido está empapado y sucio, tiene el
cabello revuelto que le cuelga y se sumerge entre el charco de agua turbia que
se ha filtrado en la base de la lancha. Su rostro desencajado tiene una mueca
impresionante, con los ojos entrecerrados y las pupilas opacas mirando al
infinito. Su cuerpo flácido aún se mueve con
los bruscos movimientos del oleaje. Una de las señoras le toma las
manos. —Están frías– , comenta–. Entre el hombre y las dos mujeres cargan el
cuerpo desmadejado, lo trasladan hasta el improvisado muelle donde otras
personas los ayudan a recostarla. El prominente vientre sobresale de la delgada
silueta que semeja una yerta muñeca de trapo. –No aguantó el viaje, el niño se
le murió adentro desde ayer y eso la
intoxicó–. Comentan las mujeres mientras la noche cubre con su manto negro la
tragedia, como si se avergonzara de lo que sucede.
La entrada a la iglesia es espectacular, Sofía
asiste a la misa preparada para ella. La acompañan a cada lado su padre y tres
hombres, todos con la mirada seria y pausado andar. Dentro de su ataúd,
ella luce su traje de novia, su velo enmarca su rostro que ha sido maquillado
con esmero. Abraza a su pequeño hijo. Los dos tienen los labios morados, los
dos con los ojos cerrados, las manos
atadas y entrelazadas con delicado lazo, sin embargo, hay en su semblante una
tranquilidad que trasciende lo inesperado hasta volverse irreal. Podría
decirse que Sofía está feliz entrando a la iglesia con su hijo en su regazo,
pero en su derredor sólo hay dolor y llanto, nada qué ver con la alegría que le
adornaba cuando vestida de novia llegó la iglesia el día de su boda. Le sigue en la procesión su familia y amigos
más cercanos y luego el gentío que ahora exalta sus virtudes, una muchedumbre
que se extiende como estela de murmullos por varias cuadras más allá y luego se
dispersa y entreteje con el canto de las aves, con el susurro del viento entre
las hojas de los árboles hasta volverse un suspiro de desesperanza y
desconsuelo.
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