Soy María y tengo 21 años. Quiero
decirle que creo en la bondad del todopoderoso,
no en la de mis
semejantes. Por eso declaro a usted sobre una acusación de algo que nunca hice ni haría. Si quiere saber la verdad, escuche todo lo que le voy a
decir, no se distraiga ni un momento señor juez, porque todo tiene una razón,
todo tiene un origen y un fin, es la ley de la vida. Quiero contarle mi
historia desde que era muy pequeña, para que sepa desde dónde viene mi destino
arrastrándose entre fango y lodo, entre miseria y dolor, entre injusticia y
maldad que es todo lo que recuerdo a mi
paso en esta vida, lejos de mi hogar y mi familia.
Usted representa a la justicia y yo lo miro cerquita y a los ojos,
miro sus ropas limpias y sus manos muy bien cuidadas, con sus uñas recortadas y sin mugre debajo de ellas, pienso
que representa dignamente la autoridad
de todos los hombres en este mundo. Porque si un juez trae las manos limpias, seguramente no ha perdido
su tiempo y su vida usándolas para rascar la tierra, para tomar un hacha,
cortar troncos y hacer leña; tampoco las ha
usado para defenderse de las fieras y sobrevivir todos los días
escarbando entre la miseria, rebuscando entre los escombros y la basura que la
sociedad tira cuando ya no le es útil alguna cosa, y no me refiero solo a las
cosas materiales, también a la basura humana que viene envuelta entre perfumes
y finas telas importadas, que para el
caso, huele igual que los desechos. Usted ha tenido tiempo para leer mucho
sobre las leyes y el derecho, por eso creo
que entenderá lo que le cuento y hará lo justo, señor juez.
Cuesta trabajo hilvanar día con día
los azarosos recuerdos cuando era pequeña en casa de mis padres. De
escasos 9 años, me gustaba saltar de
rama en rama y bajar las guayabas casi maduras para comerlas arriba del árbol.
También me gustaba salir los domingos
por las tardes cuando iba a la iglesia de la mano de mi padre, porque después
me compraba hojarascas llenas de azúcar o miel al salir de la misa. Pero nada
se comparaba con la felicidad de saborear
aquel dulce que hacía mi madre con azúcar derretida que luego vertía en hojas de naranja y recogía con un palito dándole vuelta para enredar el caramelo hasta formar una paleta a la que luego agregaba un poco de ajonjolí. Éramos pobres,
como toda la gente de aquel pueblo al
pie de la montaña, rodeado de exuberantes paisajes y frondosas arboledas.
Pobres pero felices. Mi padre se preocupó dentro de sus limitaciones, a
enseñarnos el respeto, la convivencia familiar, hablar con la verdad y ayudar
al necesitado. También supo inculcarme la lectura, amar los pocos libros que
tuve y disfrutar la fantasía y el conocimiento contenidos en ellos. Esta parte
de mi vida familiar me trae gratos
recuerdos, pero hay otros que no quiero evocar
porque cuando lo hago tengo ganas de llorar, mis ojos se llenan de
lágrimas y se me quiebra la voz porque saltan a
mi memoria los horrores de vivencias sin sentido que acabaron por
exterminar a mi familia y aquel hermoso
lugar donde crecí.
Una noche, casi al amanecer, me despertó mi padre con su voz entre dientes.
Estaba nervioso y agitado, con prisa me levantó de la cama y salimos por la
puerta trasera. Ahí dijo que me
metiera en el tinaco viejo arrumbado junto al barranco. No esperó a que lo hiciera, corrió hacia la casa
y cerró la puerta tras de sí apresuradamente. Apenas tuve tiempo de mirarlo y
cumplir su indicación. Mientras me
cubría con unos trapos en el interior de mi improvisado escondite, escuché el
estruendo de disparos y gritos de dolor. Agachada cubrí mi rostro con las manos
y me quedé paralizada por el miedo. Estuve así
mientras aquel ensordecedor ruido
reventaba mis tímpanos. Luego, hubo una densa y espesa calma, los grillos
y aves nocturnas callaron. Las horas se hicieron siglos, no me moví hasta que amaneció y pude mirar lo que había sucedido, la escena que vi
jamás he podido borrarla de mi mente. Encontré a mis padres sin vida, atados de
las manos y con las ropas desgarradas, tenían golpes en todo el cuerpo y en el
pecho heridas de bala por donde la sangre brotó hasta hacer charcos en la
tierra seca. Abrazada a ellos lloré desconsoladamente sin saber qué hacer. En
esos momentos no sabía qué había pasado y por qué. Era muy pequeña para
comprenderlo.
El dolor por perder a mis padres me sumió por mucho tiempo en un mutismo ajeno a todo intento por hacerme reaccionar. Al cabo de un año, era casi imposible sacarme tres palabras seguidas, pero lo más preocupante según mis familiares era mi semblante que se endureció, dejé de reír, de gesticular, de manifestar alguna emoción; parecía una muñeca que se movía lenta, como si el mecanismo que me daba vida se hubiera agotado.
El dolor por perder a mis padres me sumió por mucho tiempo en un mutismo ajeno a todo intento por hacerme reaccionar. Al cabo de un año, era casi imposible sacarme tres palabras seguidas, pero lo más preocupante según mis familiares era mi semblante que se endureció, dejé de reír, de gesticular, de manifestar alguna emoción; parecía una muñeca que se movía lenta, como si el mecanismo que me daba vida se hubiera agotado.
Los pocos que quedaron en el pueblo junto con mis tíos, decidieron
cambiarse a otro lugar menos peligroso, eso escuché la tarde en que todos se
juntaron bajo el viejo árbol que crecía junto al arroyo. Ahí supe por primera
vez que se referían a un grupo contrario
al gobierno que andaba armado obligando
a la gente a unirse a su causa y a los del gobierno que perseguían a los primeros.
Entre ambos estaban acabando con la gente, destruyendo pueblos.
Tardamos tres días en llegar a ese nuevo lugar, viajamos por caminos y
veredas casi cubiertas por la vegetación y luego cruzamos un río con ayuda de
unos lancheros que nos dejaron en un pueblo cercano. El paisaje era similar, excepto por una gran
extensión de tierra llana que terminaba al pie de una hilera de montañas, con pocos
árboles y pastizales que se perdían en el horizonte. El lugar era más grande,
las casas en su mayoría estaban hechas de adobe y paja, de una sola pieza, una ventana y dos puertas. Ahí nos acomodamos mis tíos, dos primos y yo. Viví en ese lugar hasta
tener 13 años. Llevé una vida relativamente tranquila excepto por algunos
escándalos en la cantina del pueblo, lo demás pasaba monótono y aburrido. Nunca
fui a la escuela, no volví a leer ni escribir; tampoco usé zapatos, los únicos
huaraches que tuve me los ponía los domingos para ir a misa en la única iglesia
del pueblo. Ahí descubrí por vez primera que era diferente a las demás personas
del lugar. El color de mi piel era blanca, de ojos claros cenizos, mi pelo
dorado formaba bucles de manera natural,
era delgada, como casi todos, pero a tan escasos años, mis tíos decían que
iba a ser una mujer muy bella y elegante, con una forma diferente para caminar, ya que
de manera natural daba a mis caderas un movimiento especial, que luego habría de ser centro de atención de
las miradas de todos los hombres; esa misma forma de ver que ya
apreciaba en algunos de mis compañeros
de la iglesia cuando bajaban
sus ojos avergonzados cada que nuestras miradas se encontraban. Supe que en mi
familia, mi tatarabuelo fue un rico hacendado
de aquellos tiempos cuando se
reclamaba el derecho de pernada. De aquel extranjero heredé ese color de piel
y delicada figura.
Un día, mientras hacía los quehaceres domésticos, escuché que mis tíos
hablaban con una señora que no era del pueblo. La escuché decir que quería
llevarme a una ciudad cercana para trabajar en su casa, estaba
dispuesta a pagar por adelantado una
buena cantidad y que si no me gustaba, me regresaba. No esperé que me
preguntaran, entré corriendo con el pánico pintado en la cara. Fue la primera
vez que todos me escucharon hablar de manera hilada, decir casi a gritos y
bañada en llanto que no aceptaran, no
quería irme con aquella desconocida. Fue en vano. Mis parientes me obligaron,
empacaron las pocas pertenencias que tenía y salieron a despedirme mientras el
carro en que me llevaban levantaba una polvareda. Durante el trayecto la señora
nunca habló. El chofer y ella iban
adelante y yo atrás acurrucada, con la cara entre las rodillas, de vez en vez
miraba a través del parabrisas cómo me alejaba de mi única familia. Llegamos al atardecer a un lugar
aun más grande. Era una ciudad urbana, con grandes avenidas y casas de muchos
pisos y en las calles cientos de
vehículos en fila. Era tanta la gente que me asombró ver cómo caminaban sin
tropezarse entre ellas. El auto se detuvo frente un edificio
enorme, bajamos y nos encaminamos al interior.
Me senté y esperé resignada y con miedo mientras ella hablaba con una persona, no me moví hasta que al cabo de un tiempo la señora
indicó que la siguiera. Entramos a un cuarto y me ordenó quedarme ahí
mientras salía a hacer unas diligencias, cuando salió cerró
la puerta con llave. Conforme pasaban las horas sentí una especie de
pánico, de un miedo que erizaba la piel.
Tenía temor a la soledad, a la oscuridad que se filtraba como un fantasma por
la pequeña ventana muy arriba de la pared hasta casi pegar con el techo y protegida por barrotes. Me di cuenta que la
habitación estaba aislada, comunicaba al exterior por la única puerta que
estaba cerrada con llave. Había una vieja cama, una silla, un pequeño mueble sobre el cual había un florero vacio y al fondo había un pequeño baño. El hambre
y la sed comenzaron a agobiarme, grité
pidiendo que abrieran, me desgarré las uñas rascando la puerta pero nadie
apareció para ayudarme. Después de día y medio, acostada en la cama
semiinconsciente, escuché que abrían la puerta. Intenté levantarme pero
estaba tan débil que no pude. Entraron dos hombres, sus
siluetas eran altas y robustas. Se acercaron y cuando creí que me ayudarían, uno de ellos dijo que venían para estar conmigo, que me
portara bien porque no querían lastimarme. Entre los dos me inmovilizaron; uno
de ellos me tomó de las manos, el otro
desgarró mi ropa sin consideración, pasó sus manos por mi cuerpo
desnudo, sentí sus dedos toscos, duros y sus uñas sucias y largas enterrándose
en mi piel hasta provocarme heridas.
Luego cubrió mi boca con su mano y me miró de una forma tan horrenda que me
paralizó, solo abrí los ojos llenos de lágrimas para captar imágenes difusas y sombras grotescas restregándose a mi cuerpo. Luché con
todas mis fuerzas, mas la fortaleza de aquellos hombres se impuso sobre mi
débil resistencia. Sentí cómo sus lascivos besos humillaron mi cuerpo, sus
manos fueron garras que hicieron trizas mi piel y cerré los ojos pidiendo
clemencia hasta desfallecer.
Me violaron repetidas veces sin compasión. Estuve varios días en esa condición. Hombres entraban y salían, los únicos espacios de calma a mi tortura era cuando me alimentaba. Supliqué, pedí clemencia a ese horror que vivía, pero nadie me escuchó, hicieron conmigo lo que quisieron. Luego, por si esto no fuera suficiente, algo más grave aconteció. El que parecía ser el dueño del lugar, llegó con otros dos sujetos y hablaron en un idioma que no conocía, me sujetaron y uno me inyectó algo en el brazo, al cabo de un tiempo sentí extrañas sensaciones nunca experimentadas. A partir de ese momento mis penas se hicieron menos bajo los efectos de esa sustancia, sin embargo, llegó un momento en que la pedía a gritos y no me importaba que mi cuerpo fuera un guiñapo, una masa de carne amoratada, mordida y desgarrada por la jauría inhumana que por unos pesos daba soltura a sus más bajos instintos. Estuve en esa situación aproximadamente cinco meses cuando mi salud se derrumbó por completo, empecé a vomitar, todo me daba náuseas y los dolores de vientre hizo imposible que me siguieran vendiendo.
Me violaron repetidas veces sin compasión. Estuve varios días en esa condición. Hombres entraban y salían, los únicos espacios de calma a mi tortura era cuando me alimentaba. Supliqué, pedí clemencia a ese horror que vivía, pero nadie me escuchó, hicieron conmigo lo que quisieron. Luego, por si esto no fuera suficiente, algo más grave aconteció. El que parecía ser el dueño del lugar, llegó con otros dos sujetos y hablaron en un idioma que no conocía, me sujetaron y uno me inyectó algo en el brazo, al cabo de un tiempo sentí extrañas sensaciones nunca experimentadas. A partir de ese momento mis penas se hicieron menos bajo los efectos de esa sustancia, sin embargo, llegó un momento en que la pedía a gritos y no me importaba que mi cuerpo fuera un guiñapo, una masa de carne amoratada, mordida y desgarrada por la jauría inhumana que por unos pesos daba soltura a sus más bajos instintos. Estuve en esa situación aproximadamente cinco meses cuando mi salud se derrumbó por completo, empecé a vomitar, todo me daba náuseas y los dolores de vientre hizo imposible que me siguieran vendiendo.
Me llevaron a un médico quien me valoró, supe que estaba embaraza pero poco duró mi
sorpresa porque cuando se enteró mi carcelero regresamos a aquel cuarto que era
mi prisión, me tomó del pelo con una
mano y hundió la otra con todas sus fuerzas en mi vientre. Sentí que me partía
en dos, un dolor ardiente se extendió por todo mi interior. Caí al suelo
mientras me pateaba. No sabe el horror que se siente intentar jalar aire y no
poder hacerlo. Los músculos que controlan la respiración se paralizaron en un
acto reflejo al dolor. Los segundos parecieron siglos mientras las botas de aquel
hombre se hundían en mi carne una y otra vez. La imagen de mi madre muerta bañada en sangre
llegó a mi memoria y se entremezcló con el salobre líquido que escurría por mi
nariz y boca. Una de las botas se estrelló directamente en mi cara, sentí claramente
cómo los huesos de la nariz se astillaron y crujieron. Extrañamente en ese
instante el dolor desapareció por completo y todo se hizo extremadamente lento,
imágenes, sonidos, movimientos. Pude ver cómo la sangre empañó mis ojos,
intenté respirar con todas las fuerzas que me quedaban y a punto de
desfallecer, logré aspirar un poquito de aire, solo pensé “estoy viva” y ya no
supe más. Estuve al borde de la muerte,
inconsciente por varios días y con ratos de lucidez solo para pedir aquello que
me hacía sobrellevar el insoportable dolor. Como no dejaba de sangrar después
de la salvaje golpiza, me llevaron a una clínica clandestina donde con medicamentos detuvieron la hemorragia y
controlaron la infección y el dolor. Aquellos golpes hicieron que aborte sin que lo supiera.
Algo más
allá de mi voluntad y escazas fuerzas
hicieron que poco a poco saliera de esa situación y al cabo de un tiempo, sin
haberme recuperado totalmente, me volvieron
a vender como un animal.
Uno de los
clientes se compadeció. Dijo que me había comprado por unas horas pagando al dueño del lugar
pero no imaginaba la condición en que me encontraba. Algo platicó con él
porque unos días después fui sacada por un pasillo que daba a la parte posterior
del edificio, ahí esperaba esa persona que prometió ayudarme. Abordamos su auto y
fuimos a una clínica donde un doctor después de examinarme nos informó que era
urgente me internara porque estaba muy mal, yo solo alcanzaba a murmurar que me
inyectaran esa cosa que quitaba el dolor y el hambre.
No recuerdo cuánto tiempo estuve
hospitalizada, fui sometida a una desintoxicación con medicamentos y luego me
enviaron a una clínica de rehabilitación. Ahí supe que perdí la oportunidad de
ser madre. Las lesiones internas obligaron a los médicos a extirparme la
matriz. En ese momento no sabía exactamente qué significaba esa sentencia.
Ya en el centro de rehabilitación pude alejarme de la droga, mis
pensamientos fueron más claros y fue cuando comprendí la magnitud de mi
tragedia. Lloré hasta el cansancio, como si a través de mis lágrimas expulsara
todos los dolores que laceraban mi
corazón.
Una vez concluido el tratamiento, como era menor de edad y no pude
demostrar que tenía familia, fui recluida en un albergue para niños sin
hogar. Estuve varios años en ese lugar, ayudaba a hacer los
alimentos, a organizar a los niños más chicos y colaboraba en todo lo que se me
pedía. Mi vida se relajó un poco de esa agobiante y sufrida tempestad que había
pasado. A veces, acompañaba a
algunos miembros del albergue a hacer las compras, así me empecé a involucrar en
este mundo tan desconocido para mí. Lo hice porque quería regresar con mis
tíos, aunque en la institución no me lo permitían. Tuve oportunidad de salir muchas veces y hacer
actividades que nunca había hecho, como comprar en los supermercados, subirme a
los autobuses y alguna vez visitar las plazas comerciales y entrar al cine. Estaba
por cumplir los 17 años cuando en una de
esas salidas conocí al joven del cual me enamoré. Él también se sintió atraído
por mí y después de un tiempo de tratarnos nos hicimos novios. Todo iba bien
hasta que un día me propuso que viviera
con él. No lo pensé mucho y accedí. No
se lo dije a nadie y así, un día simplemente abandoné el albergue y me fui a
vivir con aquel muchacho.
Al principio me trató bien, fuimos una pareja de jóvenes con muchas
ilusiones y sueños, trabajamos juntos en lo que saliera, él era ayudante de un
taller mecánico pero ya conmigo empezó a trabajar también en las tardes en una
tienda de abarrotes como bodeguero. Al cabo de un tiempo me dijo que quería un
hijo. Lo pensé mucho y después
decidí contarle parte de la historia
porque tuve miedo de contarle desde el principio. Cuando se enteró que
no podía ser madre se enfureció. No concebía una familia sin hijos y por más que traté de convencerlo, no lo aceptó. El trato que me daba se fue volviendo
insoportable. Su actitud cariñosa y atenta dio paso a una conducta agresiva,
sus palabras ofensivas me lastimaban.
Aún así traté de sobrellevar la situación pensando que con el tiempo entendería
y volvería a ser como antes, pero no fue así. Un día llegó más temprano y me
contó que lo habían despedido del trabajo de la tarde. Mientras le servía de
comer me observó detenidamente y luego
dijo que era muy bonita, tan bonita que me eligió para ser la madre de
sus hijos, pero que estaba arrepentido porque lo engañé al no decirle desde el
principio mi situación. Luego me comparó con una estéril mula que solo servía para carga pero nunca para preñarme. Eso que dijo me
dolió hasta el alma pero me aguanté sin
decir nada. Quién era él para juzgarme
de esa manera. Al día siguiente cuando se fue al trabajo, yo también partí con la intención de nunca regresar. Tomé
apenas lo indispensable y salí a la calle sin rumbo fijo, deambulé todo el día
hasta que mis fuerzas se agotaron. En una banca lloré inconsolable, mi cara se
bañó de lágrimas, con los ojos hinchados y el pecho temblando con suspiros
entrecortados daba la impresión del más completo desamparo. Algo nuevo nació en
mi corazón. Un recelo infinito para aquellos hombres que me habían lastimado,
que me utilizaron sin importarles mis sufrimientos.
Con unos pesos en la cartera, pude alquilar un cuarto pequeño sin muebles,
la dueña también me dio una vieja hamaca que solucionó temporalmente el
problema de descanso. Dormí todo ese día y a la mañana siguiente salí a buscar
trabajo. Para qué le cuento los detalles. Solo imagine, señor juez, a una mujer joven, bonita, ignorante, con
poco dominio del idioma, necesitada y suplicando trabajo. Todo mundo
me miraba con morbo, con ganas de sacar provecho de mi persona y mi necesidad
de dinero. Ya muy noche y cansada de esta situación no lo pensé más, al pasar por un bar entré y
le pedí al encargado que me diera trabajo de lo que fuera. Me miró unos
segundos y llamó por teléfono a una persona que me contrató. Ese lugar era un centro nocturno, pagaba por servicio de mesera,
fichar, hacer bailes privados, bailar en pista y tener sexo; lo que yo
quisiera, la ganancia iba en ese orden. Me contraté solo de mesera, nunca había bebido licor y no sabía bailar, lo
del sexo ya no me importaba pero no quería terminar de puta teniendo sexo con
cualquiera. Cada día al término del trabajo pagaban, no me quejo, los clientes se portaban
espléndidos conmigo, sin embargo, apenas me alcanzaba para cubrir mis
necesidades básicas, no para comprar cosas que me hacían falta, algunos muebles
y utensilios para cocinar y hacer la limpieza, por lo mismo, olvidé mi pena y
pedí trabajo de bailarina y hacer privados. Fue una experiencia desastrosa, ya
usaba zapatos, pero jamás me había puesto
zapatillas tan altas, no pude siquiera caminar y menos bailar. Quienes vieron el
primer intento me dijeron tantas cosas feas que acabé llorando y bajé de la
pista antes de que terminara la primera
pieza musical. En el privado, solo tenía que moverme o bailar, estaba a media
luz así que me podía quitar las zapatillas y eso hice, pero los clientes querían arrancarme la ropa y manosearme. No me gustó. Acabé peleando con
un cliente que me acusó y esa noche me corrieron del lugar, así no servía para
aquel trabajo. Antes de salir, alguien en la puerta me dio un papelito con un
número de teléfono.
Al día siguiente marqué a ese número, era una de las meseras, me comentó
que aparte de trabajar ahí, también lo hacía en otro negocio como dama de
compañía, que si me interesaba se lo dijera. Antes de aceptar, le pedí como
condición que me enseñara a caminar con zapatillas y después platicaríamos. Así
lo hicimos. Me contó que era una agencia de modelos pero que también hacían
citas con personas que necesitaban compañía para fiestas privadas, era gente
importante, de mucho dinero y que si eso quería pues no me arrepentiría. Le
dije que yo no tomaba, que nunca lo había hecho y me contestó que ya se había dado
cuenta en el bar pero que no me preocupara, ella estaría conmigo cuando me
dieran el primer contrato. Acepté. También me ofreció dinero para comprar ropa
y ella misma me acompañó a las tiendas. Cuando me miré en el espejo me sentí
soñada. Nunca me había visto elegante con un vestido tan caro y bonito, mis zapatos, bolso de mano, collar y
brazalete, todo. Mi amiga dijo que estaba espectacular, y que faltaba lo mejor,
llevarme a una estética para maquillarme y hacerme un corte de pelo moderno. No
quiero mentirle y tampoco parecer vanidosa, pero todos quienes me vieron salir
ese día de la estética ya arregladita, no me dejaban de mirar con embeleso, me
hicieron sentir como una princesa, o una estrella de televisión. De ahí fuimos
a una oficina y me presentó con un señor bien vestido, maduro y muy amable.
Habló de muchas cosas pero yo solo me interesé cuando dijo que la paga sería
buena y que la gente con quien yo trataría era muy importante y debería ser muy
discreta. Al día siguiente me llamaron para la primera cita. Mi amiga también estaba arregladita cuando
pasó por mí. Ser dama de compañía tiene muchas formas de ver, de interpretarse.
Eso lo fui aprendiendo con la experiencia y los consejos de mi amiga. En las primeras ocasiones fuimos a
fiestas donde convivimos con muchas personas, eran reuniones de trabajo que
terminaban con brindis y pláticas de cosas que para ellos eran importantes. Yo
fingía estar atenta aunque no entendía gran cosa. Los señores se fijaban mucho
en mí, me di cuenta que les gustaba por la forma en que me miraban y me
trataban, hubo quienes de plano desde la primera plática me decía cosas bonitas
y me proponían citas privadas, yo solo sonreía y decía si pero no cuándo. La
verdad, el dinero que empecé a ganar era demasiado, no salía de mi sombro. Abrí
una cuenta bancaria por consejo de mi amiga y fui ahorrando todo lo que sobraba después de alquilar un apartamento más
grande y amueblarlo; también compré ropas, zapatos y demás accesorios.
Después de un tiempo, mi amiga me comentó que eso no era nada comparado con el dinero que podría ganar si aceptaba acompañarla a
otro tipo de reuniones, pero que ahí sí necesitaba compartir con bebidas y
tener sexo, que lo pensara, esa era una manera más rápida de juntar dinero y
retirarme del negocio lo más pronto posible para vivir y gastar en lo que yo quisiera. Lo pensé, no mucho, ya había
visto el tipo de hombres y me parecían limpios, educados y de buenas maneras,
aunque muchas veces vanidosos, prepotentes y con ganas de comerse al mundo. Me
metí a la cabeza que era solo para obtener dinero a cambio de sexo. No me
importó con tal de juntar mucho y escapar de esta vida tan necesitada que viví
en mi niñez y que viven muchas mujeres igual que yo, en un mundo donde los
hombres y la autoridad está hecha para ellos, para darles la razón en todo. Mi
amiga me enseñó a beber, a controlarme y cuándo decir no, lo practicamos varias
veces en mi departamento antes de aceptar la primera cita.
Así me empecé a alquilar, a vender mi cuerpo, a departir con gente que solo
deseaba poseer lo que quería incluyéndome a mí como la cereza del pastel, no me
podía negar, aceptaba todo lo que me proponían y ellos pagaban con gusto. Las
reuniones eran en casas privadas enormes y lujosas, nos iban a buscar con
choferes y a veces cuando terminaba la fiesta seguíamos en otros lugares.
Ahí los hombres también se metían cosas
que los embrutecía igual o peor que en los antros baratos. Inhalar polvos,
inyectarse cosas que ellos mismos preparaban era cosa común. Otros dentro de
sus locuras pedían que los golpeara, que los humillara y hasta tenían cuartos
acondicionados con objetos para satisfacer todas sus fantasías. Yo aprendí a
obedecer y hacer todo lo que ellos querían. En el fondo, reconozco que había en
mí un deseo de venganza. Me gustaba humillarlos, hacerlos sufrir, que
suplicaran, y gozaba retrasando el tiempo hasta exasperarlos y luego, dejaba caer
todo mi coraje sobre ellos, eso sí, muy bien disimulado, con la sonrisa en los
labios y en el corazón un profundo desprecio por toda esa porquería que me
rodeaba.
Pero la vida tiene sus propias reglas, sus propios caminos y el destino me
tenía preparada una sorpresa aun mayor a todo lo que hasta ese momento había vivido.
Un día, en una reunión de éstas que le cuento, un hombre me obligó a mirar
cómo inhalaba líneas de ese polvo blanco; fueron varias y al cabo de un rato su
humor cambió, pasó de risas a llanto y luego se puso furioso, empezó a aventar
cosas, tiró adornos, cuadros y rompió cristales. Cuando vi que se ponía cada
vez más violento, intenté escapar por la puerta pero en ese momento su atención
se centró en mí. No hubo tiempo para defenderme, se aventó contra mí derribándome. Empezamos a forcejear, él quería
golpearme y en varias ocasiones logró lastimarme, yo me cubría y trataba de
levantarme, en uno de esos jaloneos, logré ponerme de pie y corrí hacia la
puerta, giré el picaporte pero no pude abrirla porque se recargó en ella, me
tomó del cuello con su antebrazo empezó a asfixiarme mientras con su otra mano
sacó de entre sus ropas un cuchillo; entonces como pude busqué con las manos
algo que pudiera asir para defenderme y por fortuna logré tomar un adorno de metal cercano a la puerta,
apenas tuve fuerzas para levantarlo y dejarlo caer sobre su cabeza. Un golpe
seco, seguido de un gemido es todo lo que recuerdo, porque mis piernas se
aflojaron y perdí la razón justo cuando iba cayendo.
Amanecimos los dos tirados en el piso de aquella casa. Desperté y no entendía por qué estaba ahí, luego miré a los lados y lo encontré cerquita de mi, tirado boca abajo con los brazos abiertos. Un charco de sangre seca entre roja y negra escurría en varias direcciones, incluso había mojado mi ropa y parte de un brazo. Me paré impulsada por un repentino presentimiento. Lo toqué le di la vuelta con mis manos. Había vomitado, tenía la boca llena de espuma y los pantalones mojados porque se había orinado. En el pecho tenía una gran mancha de sangre, le jalé la camisa y descubrí con sorpresa que tenía el cuchillo enterrado hasta el mango. Había caído sobre él, por ahí le había brotado la sangre que escurría en el suelo. Estaba muerto. En ese momento entraron al cuarto dos personas, una mujer gritó asustada y la otra se acercó hasta donde estaba, me dijo “lo mataste” mientras me miraba con espanto y dureza. En ese momento corrí hacia la puerta, crucé todo el jardín y llegué a la reja que estaba abierta, corrí y corrí hasta llegar a una avenida, jadeante y a punto de desfallecer, hice señas a un taxi para que se detuviera.
Amanecimos los dos tirados en el piso de aquella casa. Desperté y no entendía por qué estaba ahí, luego miré a los lados y lo encontré cerquita de mi, tirado boca abajo con los brazos abiertos. Un charco de sangre seca entre roja y negra escurría en varias direcciones, incluso había mojado mi ropa y parte de un brazo. Me paré impulsada por un repentino presentimiento. Lo toqué le di la vuelta con mis manos. Había vomitado, tenía la boca llena de espuma y los pantalones mojados porque se había orinado. En el pecho tenía una gran mancha de sangre, le jalé la camisa y descubrí con sorpresa que tenía el cuchillo enterrado hasta el mango. Había caído sobre él, por ahí le había brotado la sangre que escurría en el suelo. Estaba muerto. En ese momento entraron al cuarto dos personas, una mujer gritó asustada y la otra se acercó hasta donde estaba, me dijo “lo mataste” mientras me miraba con espanto y dureza. En ese momento corrí hacia la puerta, crucé todo el jardín y llegué a la reja que estaba abierta, corrí y corrí hasta llegar a una avenida, jadeante y a punto de desfallecer, hice señas a un taxi para que se detuviera.
De regreso a casa intenté reflexionar, señor juez. “Ato cabos pero la
madeja está tan enredada que no entiendo nada,
no encuentro la punta de inicio, no encuentro el final de este destino;
estoy amarrada a una mísera vida que no quiero y las salidas están demasiado
lejos para mi entendimiento. Mis manos están sucias, llenas de tierra y sangre, pero no de esa tierra de mi
infancia que se metía entre mis largas uñas que
servían para pelar naranjas o quitarle la piel a cualquier fruta. Ésta es
una que enloda el alma, que apesta a injustica, a sociedad podrida. Esta sangre seca no es como la que me brota
del corazón y me da vida. Esta sangre está maldita, llena de vicio y hastío. Me
siento envenenada, como si una serpiente hubiera inyectado su mortal veneno que ahora
corroe mi alma. Mi cara se cae a pedazos de vergüenza; qué le contaré a mis
tíos cuando me reúna con ellos, o a mis padres que desde arriba ven todo lo que hago. Soy una basura, me
siento un gusano”.
El vehículo se acercaba a mi casa, abrí mi bolso y saqué un poquito de
yerba, pero no quería fumar, fue para aventarla al camino, sacudí mi bolso, la
basura salió y quedó atrapada entre el
aire que golpeaba mis manos. Yerba seca como lo estaba mi estéril vida. No
quería más de esto, mis lágrimas escurrieron
y se enredaron entre mis cabellos mecidos por el viento. Llegué a mi
destino, recogí mis zapatillas, estaba descalza y no me importó, le pagué al
taxista y bajé. Caminé hasta mi casa, metí la llave en la cerradura y justo cuando le di vuelta, una mano tomó con fuerza la mía. Era la policía pero
ya nada importaba.
Han pasado los años, estoy encerrada en una celda y mi caso no ha sido
estudiado. De aquella jovencita de pueblo no queda ni la sombra, señor juez,
mire usted cómo la vida ha hecho de mí una muñeca de trapo sucia y vieja.
Un día tuve ilusiones, como cualquier niña a esa edad: crecer, salir de mi
pueblito y conocer otros lugares, otras gentes. Estudiar una carrera, tener un trabajo digno, ayudar a mi familia y
quizás algún día encontrar un buen hombre que me amara, casarme, tener uno o
dos hijos y ser feliz, como las historias que leía con mi padre, como las
anécdotas que me contaba mi querida madre.
Ahora solo
tengo la esperanza de volver a mi pueblo, regresar a casa y mirar por última vez aquellos paisajes pintados de verde
y azul. Solo me queda la esperanza de
estar a lado de mis padres y volverme
tierra de mi tierra. Quiero encontrarme con mi gente antes que el destino me
alcance, solo es cuestión de tiempo para
que todo termine.
Usted tiene el poder para hacer que este último deseo se cumpla, le he
pedido tan poco a la vida, ahora necesito estar donde nací, necesito llegar. No
pido que me perdone, si algo malo hice en mi vida, ya lo pagué; no pido
venganza a tanta maldad que hubo en mi camino. Dios sabe por qué me puso aquí,
sin embargo usted puede ser justo y permitirme cumplir esta esperanza.
Yo no maté a ningún hombre, fue a mí
a quien asesinaron en vida todos los hombres que me abusaron. El médico dijo que me contagiaron una
enfermedad incurable, pero mi espíritu se niega a abandonar este
cuerpo que se pudre día con día. No quiero quedarme en cualquier parte, quiero
regresar de donde vine. Si muero aquí, no solo seré
un cuerpo sino también un alma perdida.
Pasaron los meses, transcurrió un año. María salió de
la cárcel, la llevaron a una clínica para desahuciados donde la cuidan dos
jóvenes enfermeras, casi de su misma edad.
Sus brazos y boca están entubados y conectados a una máquina, por su
esquelético cuerpo fluyen líquidos que le prolongan la vida unos días más, no
suficientes para llegar a su pueblo, no suficientes para lograr su esperanza,
no suficientes para hacerle justicia.
wow... profe muy buena historia... muy entretenida..
ResponderEliminarwow... muy buena historia profe.. muy entrtetenida
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