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sábado, 15 de diciembre de 2012

Ya vienen por mí y no me quiero ir





En la puerta de su hogar, un anciano en silla de ruedas descansa frente al crepúsculo vespertino, escudriña el infinito con sus cansados ojos evocando el ayer.  Tiene entre las manos una biblia que ha dejado de leer mientras dos traviesos niños juegan  junto a él. Camino hacia donde se encuentra,  me mira llegar, sin embargo no me reconoce. Los niños dejan de jugar y por unos instantes me observan con curiosidad, luego  siguen correteando en derredor nuestro. Intento hablar pero no puedo, algo en mi interior  se revela, deja de funcionar. Este señor es mi padre. Siento un poco de lástima al verlo así, desvalido, cansado y viejo, no concuerda con los recuerdos que guardo de él cuando en su taller cortaba grandes maderos y hacía muebles hasta el anochecer. Su complexión delgada y su baja estatura no limitaban su capacidad para el trabajo, entonces era fuerte y muy activo. Recuerdo su carácter, su voz autoritaria, intimidante, de pocas palabras. Siempre ausente en la casa, adicto al trabajo. Nunca me pegó o maltrató pero también jamás me dio un beso, un abrazo, una caricia.  Tampoco escuché que me dijera: “Hijo, te quiero”. Su forma de ser le impedía manifestar abiertamente sus sentimientos aunque supongo que nos quería, porque nunca nos dejó sin comer, sin atender nuestras necesidades elementales. Ahora que lo veo después de mucho tiempo, no sé definir mis sentimientos hacia él, es como coraje, frustración, impotencia, resignación, melancolía, todo entremezclado y al mismo tiempo. Al estar cerca de él, vuelvo de nuevo a mi paralizante timidez de aquellos años de niño desvalido, que sólo me permitía parpadear cuando me encontraba en alguna situación difícil, ante un regaño, una arenga o amenaza. En su silla de ruedas aún sin reconocerme, rompe el pesado silencio con un saludo,  me saca de mi parálisis, interrumpe el letargo en que estoy sumergido.  Le devuelvo el saludo  con una voz apenas  audible. Eso le basta para reconocer mi voz , me mira con más atención por unos momentos y empieza a sollozar. Me acerco a él, estoy a su lado mas no puedo tocarlo. Él me abraza,  me llama por mi apodo familiar y me cuenta muchas cosas de manera atropellada. Sus manos toscas y arrugadas se aferran a las mías casi con desesperación. Lo escucho en silencio y dejo que hable, mis recuerdos pesan más que sus palabras. Después de unos momentos,  ya sobrepuesto a la primera impresión, me encojo de hombros y con una mueca de indiferencia en mi rostro me aparto de él mientras prosigue hablando. Voy a la cocina, busco de comer, el refrigerador está lleno de platos y recipientes  sobrepuestos, con alimentos recientes y de varios días, han estado guardados hasta el punto de descomposición. Me da la impresión que nadie ha comido desde hace mucho. Tomo un poco de agua y  salgo hasta donde se encuentra, hace una mueca de desesperación cuando me mira  nuevamente. -Ya me voy-, Le digo, y  casi suplica,-No te vayas, quédate, ésta es tu casa-, -¿Mi casa?, ¿Cuál casa?- Miro hacia donde señala y el vacío que siento en el corazón se hace aún más grande, siento que  me falta aire para respirar, y dentro de mi no hay sentimientos ni emociones, nada; como el día que mi madre se fue para no volver. Desde esa vez, no había sentido el derrumbe total de mi ser. Ahora también miro cómo mi padre se va apagando y yo lejos de él. Vine a verlo empujado por mi deseo de saber cómo está, me hace falta mi familia, mis hermanos, hay recuerdos hermosos que vienen a mi memoria y me hacen anhelar esos días felices junto a ellos. Ahora solo se respira un ambiente de soledad, de desolación. ¿Dónde acabaron todos? Camino unos pasos, volteo y lo miro con los brazos extendidos pidiéndome que me quede un poco más.  Ya no lo  escucho, no tiene sentido, nada hay en mi corazón que me motive, me doy la vuelta y apresuro el paso, regreso a la calle, ese mundo sin puertas ni techo, que lo mismo me regala  un mendrugo de pan, como una herida o cicatriz entre gresca y gresca. Qué más puedo esperar, la vida para mí es un eterno deambular, sin familia, sin apenas qué ponerme, sin zapatos, sin ideas. Así  voy por mi camino, arrastrando mi pena, zurciendo a mi piel una arruga prematura, desangrando mis heridas, grafiando en  las calles  mi epitafio. No soy nada, o quizás si, un cobarde, un maldito cobarde sin fuerza para escapar de la inercia de este camino que no escogí. Con mi vicio, mis tatuajes, mis demonios, dejo escapar paso a  paso lo que pude ser y nunca fui. Mi herencia  está maldita como un poder que viene desde lo profundo del alma, como un Dios que de pronto se envilece, que avasalla y extermina, que ha crecido hasta ser insoportable, aplastante para un mundo que también sufre la inconciencia y poco a poco muere. Una bala perdida me espera en cada esquina, un puñal en mis entrañas  mientras le cuento mis sueños a las huellas que se alejan detrás de mí, son hojas de un árbol genealógico que nunca dará frutos, condenado a crecer y morir pero sin volver a echar raíces.
Llega el final del día, una sábana sucia y cartones sobrepuestos son suficientes, el frío de  una bolsa de plástico rellena de solventes  disimula el frío de mis pies, con el dolor que siento dentro de mi pecho; una hoguera que quema  desde que tengo conciencia. Mi sed no se apaga,  se resecan mis labios y sangran una blasfemia, estoy volviéndome loco y lo sé, sé cuándo ya no soy lo que he sido. Mis demonios me hablan al oído, me insultan y dicen que no valgo nada, que tome el camino más corto y acabe de una vez con esta agonía que se lleva mi ociosa vida. Después de todo, a nadie le importo, nadie se dará cuenta de un bulto menos en la calle. Aquí está mi perro, tan flaco como yo, tan hambriento de cariño, tan lleno de llagas como las mías. Está echado a mi lado brindándome lo único que tiene, su compañía. No sé quién de los dos se irá primero, una cosa es cierta, lloraré por él, o él ladrará por mi. Nuestras lágrimas siempre será saladas igual que nuestra suerte. Estamos unidos por la misma necesidad, como  mis hermanos, la raza, que cada noche viene a esta esquina para darse calor junto a una hoguera. Ellos me cuentan lo que ya sé, hablan de lo que ya viví, y todos estamos unidos por esa sensación de haber sido importantes para quien nos escuchó sin dar sermones ni consejos. Alguien inicia el ritual de cada noche, un cigarro improvisado con yerba verde circula de mano en mano. Cada uno aspira todo lo que puede y entrega al siguiente hasta que sólo queda un cabo ardiente entre los dedos ennegrecidos del último que aspira. Cada día es más difícil conseguirla, los tiradores pertenecen a distintas organizaciones y entre ellos se andan vigilando. Los ajustes de cuentas, los tiroteos y levantones son ya cotidianos. Los diarios cuentan  con palabras e imágenes lo cruento del problema.  Por eso hay que cuidarse, porque a veces nos confunden con alguno que no pertenece a su organización y entonces, sólo de imaginar qué pasará se siente un escalofrío recorrer la espalda. Aún los más valientes han sentido esta sensación y andan con cuidado. También lo sé por lo que leo en los periódicos con los que paso mi insomnio y me cubro en la noche. La guerra contra el narco pretende acabar con los delincuentes pero está acabando más con los jóvenes, con los jóvenes pobres y marginados. Somos la generación perdida que nada vale para los intereses de los gobernantes.  La última vez que me ocurrió  algo parecido fue cuando los polis llegaron a esta esquina persiguiendo a un tirador que se escondió entre nosotros sin darnos tiempo a entender y reaccionar en lo que pasaba. Llegaron tras él y comenzaron a golpearnos, nos obligaron a recostarnos en el suelo y nos  patearon. Nos esposaron y acomodaron uno a lado de otro pegados a la pared. Con una linterna nos fueron alumbrando mientras trataban de identificar al que perseguían. Cuando se dieron cuenta que no era ninguno de nosotros se enfurecieron y se desquitaron  golpeándonos hasta que se cansaron. Sé que un día todo acabará así, con violencia; el dolor es cosa de todos los días.
Recuerdo que cuando era pequeño en mi familia me consentían mucho, en especial mi madre. Mi padre siempre en el trabajo  muy pocas veces nos demostró abiertamente su afecto. Luego sucedió una tragedia, y de pronto, toda la atención que había sobre de mi se acabó. Dejé de ser la figura central y el olvido me arrinconó detrás de la puerta, No entendía de qué platicaban, no sabía de qué lloraban, no sabía por qué si platicaban me marginaban. Yo también sentía un dolor muy profundo, extrañaba algo que ya no estaba, y después de muchos días se fue haciendo un vacío enorme dentro de mi y a mi alrededor, yo era invisible, me miraba en el espejo y no me reconocía, era un fantasma que deambulaba por la casa sin hablar , sin que nadie notara mi presencia. En la escuela me pasó lo mismo, callado y distante no me entendían ni yo a ellos; fue cuando encontré en la esquina atención de otros a quienes siempre había visto de lejos. Ellos me recibieron sin preguntas, me hicieron parte de la banda y así empecé una nueva vida, esta vida que ya no es nueva, que me llena de hastío, que sigue siendo tan vacía y sin embargo, tan mía.
El último día que estuve en mi casa, recuerdo que un hermano me sacó con palos, me golpeó y yo sólo me cubrí la cara. Como siempre, descargó su ira  sobre de mí. Mi padre salió simplemente para observar qué pasó y como era su costumbre, nada hizo para defenderme. Me pregunté muchas veces cómo podía aceptar que mi hermano se ensañara conmigo frente a él y no me defendiera, que lo disculpara y le diera la razón. Dónde quedaba esa imagen de hombre fuerte y dominante cuando me suplicaba que no hiciera nada, que me callara y perdonara. ese día me sentí culpable, sentí que yo había provocado todo en mi familia y por mi culpa eran todos los problemas. Mi padre sólo dijo: “perdónalo, es tu hermano”.  Esa fue lo último que pude soportar,  le obedecí, perdoné, y me fui.
Ahora que vivo en la calle, ya nadie de mi familia me maltrata, nadie me juzga, no tengo remordimientos ni sentimientos  de culpa. Sólo este dolor me mata. Este maldito dolor en el pecho, como si un gato me arañara las entrañas, como si el mundo rodando me aplastara lento, lento, haciéndome sufrir cada segundo que tengo de vida. ¿Qué me depara el futuro?, ya nada. Voy pateando piedras y de repente me encuentro mi rostro, mi cuerpo tirado en el suelo. Ruedo pendiente abajo, hay un abismo y me caigo con la inercia de mi peso. No tengo ganas ni fuerzas para luchar, la vida se quema en mis manos y duele. Miro mis manos llenas de vicio, miro mi alma incinerada, los labios consumidos, necesito una hoguera más grande para aniquilarme, quiero reventarme los sentidos y acallar esa voz incesante que me ordena cosas malas, que consume lo que  queda de mi. El corazón me late aprisa, mis sienes parecen reventar, las lágrimas opacan mis pupilas mientras en mi último hálito, en mi último instinto de supervivencia, mis manos empuñan un madero viejo, una piedra, algo con qué ahuyentar esos demonios que escaparon de la bolsa que aspiro,  ya vienen por mi y no me quiero ir.




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