En la puerta de su hogar, un anciano en silla
de ruedas descansa frente al crepúsculo vespertino, escudriña el infinito con
sus cansados ojos evocando el ayer. Tiene
entre las manos una biblia que ha dejado de leer mientras dos traviesos niños
juegan junto a él. Camino hacia donde se
encuentra, me mira llegar, sin embargo
no me reconoce. Los niños dejan de jugar y por unos instantes me observan con
curiosidad, luego siguen correteando en
derredor nuestro. Intento hablar pero no puedo, algo en mi interior se revela, deja de funcionar. Este señor es mi padre. Siento un poco de lástima al verlo así, desvalido, cansado
y viejo, no concuerda con los recuerdos que guardo de él cuando en su taller
cortaba grandes maderos y hacía muebles hasta el anochecer. Su complexión
delgada y su baja estatura no limitaban su capacidad para el trabajo, entonces
era fuerte y muy activo. Recuerdo su carácter, su voz autoritaria, intimidante,
de pocas palabras. Siempre ausente en la casa, adicto al trabajo. Nunca me pegó
o maltrató pero también jamás me dio un beso, un abrazo, una caricia. Tampoco escuché que me dijera: “Hijo, te
quiero”. Su forma de ser le impedía manifestar abiertamente sus sentimientos
aunque supongo que nos quería, porque nunca nos dejó sin comer, sin atender
nuestras necesidades elementales. Ahora que lo veo después de mucho tiempo, no
sé definir mis sentimientos hacia él, es como coraje, frustración, impotencia,
resignación, melancolía, todo entremezclado y al mismo tiempo. Al estar cerca de él, vuelvo de nuevo a mi paralizante timidez de aquellos
años de niño desvalido, que sólo me permitía parpadear cuando me encontraba en
alguna situación difícil, ante un regaño, una arenga o amenaza. En su silla de
ruedas aún sin reconocerme, rompe el pesado silencio con un saludo, me saca de mi parálisis, interrumpe el letargo
en que estoy sumergido. Le devuelvo el
saludo con una voz apenas audible. Eso le basta para reconocer mi
voz , me mira con más atención por unos momentos y empieza a sollozar. Me acerco a él,
estoy a su lado mas no puedo tocarlo. Él me abraza, me llama por mi apodo familiar y me cuenta muchas
cosas de manera atropellada. Sus manos toscas y arrugadas se aferran a las mías casi con desesperación. Lo escucho en silencio y dejo que hable, mis
recuerdos pesan más que sus palabras. Después de unos momentos, ya sobrepuesto a la primera impresión, me
encojo de hombros y con una mueca de indiferencia en mi rostro me aparto de él
mientras prosigue hablando. Voy a la cocina, busco
de comer, el refrigerador está lleno de platos y recipientes sobrepuestos, con alimentos recientes y de
varios días, han estado guardados hasta el punto de descomposición. Me da la
impresión que nadie ha comido desde hace mucho. Tomo un poco de agua y salgo hasta donde se encuentra, hace una mueca
de desesperación cuando me mira nuevamente.
-Ya me voy-, Le digo, y casi suplica,-No
te vayas, quédate, ésta es tu casa-, -¿Mi casa?, ¿Cuál casa?- Miro hacia donde
señala y el vacío que siento en el corazón se hace aún más grande, siento
que me falta aire para respirar, y
dentro de mi no hay sentimientos ni emociones, nada; como el día que mi madre
se fue para no volver. Desde esa vez, no había sentido el derrumbe total de mi
ser. Ahora también miro cómo mi padre se va apagando y yo lejos de él. Vine a verlo empujado por mi deseo de saber cómo está, me hace falta mi familia, mis hermanos, hay recuerdos hermosos que vienen a mi memoria y me hacen anhelar esos días felices junto a ellos. Ahora solo se respira un ambiente de soledad, de desolación. ¿Dónde acabaron todos? Camino
unos pasos, volteo y lo miro con los brazos extendidos pidiéndome que me quede
un poco más. Ya no lo escucho, no tiene sentido, nada hay en mi
corazón que me motive, me doy la vuelta y apresuro el paso, regreso a la calle,
ese mundo sin puertas ni techo, que lo mismo me regala un mendrugo de pan, como una herida o cicatriz
entre gresca y gresca. Qué más puedo esperar, la vida para mí es un eterno
deambular, sin familia, sin apenas qué ponerme, sin zapatos, sin ideas.
Así voy por mi camino, arrastrando mi
pena, zurciendo a mi piel una arruga prematura, desangrando mis heridas,
grafiando en las calles mi epitafio. No soy nada, o quizás si, un
cobarde, un maldito cobarde sin fuerza para escapar de la inercia de este
camino que no escogí. Con mi vicio, mis tatuajes, mis demonios, dejo escapar
paso a paso lo que pude ser y nunca fui.
Mi herencia está maldita como un poder que
viene desde lo profundo del alma, como un Dios que de pronto se envilece, que avasalla y extermina,
que ha crecido hasta ser insoportable, aplastante para un mundo que también
sufre la inconciencia y poco a poco muere. Una bala perdida me espera en cada
esquina, un puñal en mis entrañas mientras le cuento mis sueños a las huellas
que se alejan detrás de mí, son hojas de un árbol genealógico que nunca dará
frutos, condenado a crecer y morir pero sin volver a echar raíces.
Llega el final del día, una sábana sucia y
cartones sobrepuestos son suficientes, el frío de una bolsa de plástico rellena de solventes disimula el frío de mis pies, con el dolor que
siento dentro de mi pecho; una hoguera que quema desde que tengo conciencia. Mi sed no se
apaga, se resecan mis labios y sangran
una blasfemia, estoy volviéndome loco y lo sé, sé cuándo ya no soy lo que he
sido. Mis demonios me hablan al oído, me insultan y dicen que no valgo nada,
que tome el camino más corto y acabe de una vez con esta agonía que se lleva mi
ociosa vida. Después de todo, a nadie le importo, nadie se dará cuenta de un
bulto menos en la calle. Aquí está mi perro, tan flaco como yo, tan hambriento
de cariño, tan lleno de llagas como las mías. Está echado a mi lado brindándome
lo único que tiene, su compañía. No sé quién de los dos se irá primero, una
cosa es cierta, lloraré por él, o él ladrará por mi. Nuestras lágrimas siempre
será saladas igual que nuestra suerte. Estamos unidos por la misma necesidad,
como mis hermanos, la raza, que cada
noche viene a esta esquina para darse calor junto a una hoguera. Ellos me
cuentan lo que ya sé, hablan de lo que ya viví, y todos estamos unidos por esa
sensación de haber sido importantes para quien nos escuchó sin dar sermones ni
consejos. Alguien inicia el ritual de cada noche, un cigarro improvisado con
yerba verde circula de mano en mano. Cada uno aspira todo lo que puede y
entrega al siguiente hasta que sólo queda un cabo ardiente entre los dedos ennegrecidos
del último que aspira. Cada día es más difícil conseguirla, los tiradores
pertenecen a distintas organizaciones y entre ellos se andan vigilando. Los
ajustes de cuentas, los tiroteos y levantones son ya cotidianos. Los diarios
cuentan con palabras e imágenes lo
cruento del problema. Por eso hay que
cuidarse, porque a veces nos confunden con alguno que no pertenece a su
organización y entonces, sólo de imaginar qué pasará se siente un escalofrío
recorrer la espalda. Aún los más valientes han sentido esta sensación y andan
con cuidado. También lo sé por lo que leo en los periódicos con los que paso mi
insomnio y me cubro en la noche. La guerra contra el narco pretende acabar con
los delincuentes pero está acabando más con los jóvenes, con los jóvenes pobres y marginados. Somos la generación
perdida que nada vale para los intereses de los gobernantes. La última vez que me ocurrió algo parecido fue cuando los polis llegaron a
esta esquina persiguiendo a un tirador que se escondió entre nosotros sin
darnos tiempo a entender y reaccionar en lo que pasaba. Llegaron tras él y
comenzaron a golpearnos, nos obligaron a recostarnos en el suelo y nos patearon. Nos esposaron y acomodaron uno a
lado de otro pegados a la pared. Con una linterna nos fueron alumbrando
mientras trataban de identificar al que perseguían. Cuando se dieron cuenta que
no era ninguno de nosotros se enfurecieron y se desquitaron golpeándonos hasta que se cansaron. Sé que un
día todo acabará así, con violencia; el dolor es cosa de todos los días.
Recuerdo que cuando era pequeño en mi familia
me consentían mucho, en especial mi madre. Mi padre siempre en el trabajo muy pocas veces nos demostró abiertamente su
afecto. Luego sucedió una tragedia, y de pronto, toda la atención que había
sobre de mi se acabó. Dejé de ser la figura central y el olvido me arrinconó
detrás de la puerta, No entendía de qué platicaban, no sabía de qué lloraban,
no sabía por qué si platicaban me marginaban. Yo también sentía un dolor muy
profundo, extrañaba algo que ya no estaba, y después de muchos días se fue
haciendo un vacío enorme dentro de mi y a mi alrededor, yo era invisible, me
miraba en el espejo y no me reconocía, era un fantasma que deambulaba por la
casa sin hablar , sin que nadie notara mi presencia. En la escuela me pasó lo
mismo, callado y distante no me entendían ni yo a ellos; fue cuando encontré en
la esquina atención de otros a quienes siempre había visto de lejos. Ellos me
recibieron sin preguntas, me hicieron parte de la banda y así empecé una nueva
vida, esta vida que ya no es nueva, que me llena de hastío, que sigue siendo
tan vacía y sin embargo, tan mía.
El último día que estuve en mi casa, recuerdo
que un hermano me sacó con palos, me golpeó y yo sólo me cubrí la cara. Como
siempre, descargó su ira sobre de mí. Mi
padre salió simplemente para observar qué pasó y como era su costumbre, nada
hizo para defenderme. Me pregunté muchas veces cómo podía aceptar que mi hermano se ensañara conmigo frente a él y no me defendiera, que lo disculpara y le diera la razón. Dónde quedaba esa imagen de hombre fuerte y dominante cuando me suplicaba que no hiciera nada, que me callara y perdonara. ese día me sentí culpable, sentí que yo había provocado todo en mi familia y
por mi culpa eran todos los problemas. Mi padre sólo dijo: “perdónalo, es tu hermano”. Esa fue lo último que pude soportar, le obedecí, perdoné, y me fui.
Ahora que vivo en la calle, ya nadie de mi familia me maltrata, nadie me juzga, no tengo remordimientos ni sentimientos de culpa. Sólo este dolor me mata. Este
maldito dolor en el pecho, como si un gato me arañara las entrañas, como si el
mundo rodando me aplastara lento, lento, haciéndome sufrir cada segundo que
tengo de vida. ¿Qué me depara el futuro?, ya nada. Voy pateando piedras y de repente me
encuentro mi rostro, mi cuerpo tirado en el suelo. Ruedo pendiente abajo, hay un abismo
y me caigo con la inercia de mi peso. No tengo ganas ni fuerzas para luchar, la vida se quema en mis manos y duele. Miro mis manos llenas de vicio, miro mi alma
incinerada, los labios consumidos, necesito una hoguera más grande para
aniquilarme, quiero reventarme los sentidos y acallar esa voz incesante que me
ordena cosas malas, que consume lo que
queda de mi. El corazón me late aprisa, mis sienes parecen reventar, las
lágrimas opacan mis pupilas mientras en mi último hálito, en mi último instinto de supervivencia, mis manos empuñan un madero viejo, una
piedra, algo con qué ahuyentar esos demonios que escaparon de la bolsa que aspiro, ya vienen
por mi y no me quiero ir.
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