Recuerdo aquellos tiempos de moza primavera, cuando la vida florece pródiga de encanto y fantasía. A los 17 años, eras juncal espiga de azucena, como aquella que crece en los jardines típicos de estos lares bajo el cuidado de manos amorosas y expertas. Asomaban tus primeros brotes de diva angelical y se esparcían en el ambiente como sutil perfume que emanaba de tu alegre risa. Esa mirada tuya, limpia y tierna, semejaba un ramillete de coloridas flores obsequiadas al azoro de tus admiradores. Encantaba tu espontáneo hablar saturado de anécdotas y chispas de hilarante ingenio. En las tardes del verano solo cambiabas la rutina de tus pasos, pero tu alma seguía enteramente igual. Te gustaba jugar con el viento a favor, recoger tus largos cabellos en un rito permanente de apacible encanto, mientras divagabas ensimismada en tus pensamientos, con los pies desnudos metidos en el agua cristalina de la hermosa laguna de ese mágico y tradicional pueblo de Bacalar. Te gustaba sentir la fresca brisa matutina mientras ibas a la Escuela Normal bordeando el serpentín sendero de su Costera, siempre arropada por la exuberancia del verde follaje, salpicando tus fantasías con el arcoíris multicolor de la floresta que asomaba por entre las cercas y jardines de las hermosas casas veraniegas. Qué bella te veías entregada al tarareo de cánticos de moda, hilvanando notas musicales con encanto casi celestial, entretenida en los ensueños que te hacían suspirar; ese caminar tuyo con sensual y atrevido ritmo en tus pasitos de princesa y en lo alto de tu esbeltez de lirio, tu carita de ángel reluciendo su tersura a los cuatro vientos, cubierta por inmaculado velo de inocencia y virtudes sin igual.
No había ser humano inmune a tus encantos. Absolutamente todos quedaban atrapados en la exquisita sencillez de tu belleza, que a tu edad resplandecía de lozana y tersa juventud. No había otra como tú para mover la plenitud de tus caderas en tan breve talle, todas las miradas terminaban sucumbiendo a la magia contenida en ese punto donde cintura y caderas eran pivote de un sueño en equilibrio perfecto entre lo real y lo divino. De la armonía de tus formas, aquella parte era sin lugar a dudas, el punto de envidia femenina o de asombro masculino; el centro gravitacional donde las pupilas caían irremediablemente, atraídas por una fuerza superior a la voluntad o discreción. Quién no recuerda verte y quedar prendado cuando enfundada en tus ajustados “shorts”, que combinabas con una ligera blusa, dejabas entrever tu pequeño ombligo, como un regalo inmerecido a la mirada furtiva y al tímido amor platónico que bajaba la cabeza a tu paso sin poderte hablar.
Qué tiempos aquellos de juventud, donde solo había
lugar para la imaginación y el embeleso, para la adoración y encanto a la
sublime anatomía de cimbreante paso. Esa
eras tú en aquella edad de las ilusiones y prohibidos pensamientos. Esa eras tú
cuando terminamos nuestros estudios y emprendimos un largo viaje hacia el
futuro, cuando nuestros caminos se alejaron, cada uno en su propio destino. El
tiempo cubrió de olvido los detalles, la memoria, los recuerdos. El tenaz
vergel de nuevas metas, hicieron enramadas y verde fronda de experiencias, nuevas raíces que
cubrieron aquel monumento a la deidad hecha de sueño y carne. Lentamente, con
el transcurrir de los años, como suele suceder, cada quién guardó copia de aquel
viejo libro escrito entre ambos y empezó a escribir su nueva historia en tomos
distintos.
Hoy, planeando una actividad festiva entre compañeros
de aquella generación, te encuentro después de casi 30 años. Te miro y no lo
creo, te veo y me resisto a aceptar que estoy frente a ti como hace tanto
tiempo. Una sorpresa que cala hasta lo más profundo del corazón, reviviendo
gratos recuerdos. El alma mía no me alcanza para tanta felicidad contenida en
un espacio y un tiempo tan breves como
un suspiro, si contamos los días y las horas desde nuestro último encuentro.
Cómo imaginar que un día nuestros destinos se encontrarían nuevamente, cómo
saber que a pesar del tiempo y la distancia bastaría una mirada tuya para
encender de nuevo la luz en mis pupilas, para hacer latir de prisa mi corazón.
Solo sé que al verte, el tiempo se detuvo, hizo un corte y empató la madeja del
destino, desde el último día que te vi,
con el primer instante en que nuevamente apareces en mi vida.
Te miro fascinado. La edad te llegó encima como la madurez a los buenos vinos cuando se conservan apropiadamente bajo el resguardo del tiempo. Eres exquisitamente bella. La edad acentuó tus facciones, llenó de arreboles tus tersas mejillas que dan a tu sonrisa algo más que mozuela picardía. Esa curva hacia arriba en la comisura de tus labios que tanto me gustaba, ahora acentúa su pulposa carnosidad y hace que la imaginación se entregue a un apasionado beso. Ríes con la misma frescura, miras siempre con coqueta gracia; pero hay dentro de ti un aroma que destila fragancia de mujer madura, más hecha, más femenina y seductora. El timbre de tu voz me suena familiar, pero lo que dices tiene el encanto de anécdotas desconocidas; aventuras e ideas para mí nunca vividas, construyes pensamientos que en mi alma se recrean, me haces sentir subyugado y atento al más mínimo detalle de tus movimientos y al cabo de un brevísimo tiempo, cuando la plática ha hecho sincronizarnos de nuevo, tocas un punto que es cierto: la edad. Esa condición que ha hecho los cambios necesarios en nuestras mentes y en nuestros cuerpos. En treinta años la maternidad moldeó tu forma para concebir el milagro divino que a toda mujer llena de orgullo. Quizás sientes un poco de pena porque las formas de tu cuerpo juvenil han perdido sustento. Ahora luces algo más llenita ahí donde fundías aliento y cielo. Pero yo te digo que no pienses más en ello, todo tiene su recompensa y su razón. Hoy cuando te miro, lo hago con tres décadas más de entendimiento. La vida te dio la oportunidad de seguir siendo cada día más bella, lo único que hizo, fue cambiar el centro de atracción y ahora lo que atrapa el interés en tu persona es tu corazón. Ahí está el equilibrio perfecto. Ahí está ese encanto que fascina, que arroba y hace de ti una mujer divina. Hay en tus palabras la serena quietud de quien ha vivido lo suficiente como para ser dueña de las palabras y los silencios. Contigo hay sensatez, cálido afecto. Tu voz motiva, envuelve y convence porque nace de tu corazón como lluvia de besos y caricias que empapan el alma de alegría. Hoy el centro del universo está en tu pecho, palpita con la fuerza de la fe, atrae con el sutil poder de la razón; hoy, el centro del universo está donde tú estás, hace en derredor tuyo un ambiente cálido y humano, lleno de buenos deseos, de esperanzas y sueños.
Hoy me doy cuenta que en la vida lo esencial está dentro del ser y no se ve físicamente; pero se manifiesta y fluye como una fuerza vital que suma, que conjuga en una sola unidad el pasado, el presente y el futuro, porque la esencia no cambia, solo se transforma. Y tú apreciada amiga, mi amor platónico, conservas de mí la misma pasión, el mismo encanto desde que te conocí. Me doy cuenta que a pesar de la edad, de la apariencia física, sigues siendo tan hermosa para mi corazón, como desde el primer día en que te vi; por eso, en gratitud a los hermosos recuerdos de juventud, a la alegría infinita que me haces vivir y revivir nuevamente, te regalo una vez más mi corazón que palpita por ti, sigue siendo tuyo, como ayer, como hoy…Como siempre.
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