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viernes, 16 de septiembre de 2011

Una promesa de pesadilla



El ruido  que hace la lluvia es ensordecedor, cae con tanta fuerza que retumba en los oídos y en el techo de la casa, luego, se escurre  como cascada de quejidos por las paredes hasta formar grandes charcos en cualquier desnivel del piso. Por un resquicio se aprecia cómo el nivel del agua alcanza los bordes de la banqueta. Con premura  abro la puerta principal para ver la magnitud de la tormenta, un torrente de agua y viento helado golpea mi rostro y se mete en mis ojos cegándome momentáneamente. Con un pañuelo me limpio la cara justo cuando en la acera de enfrente, un enorme agujero aparece de pronto absorbiendo el caudal de agua que se vuelca en la calle. Veo cómo la tierra y el asfalto se  resquebrajan  y caen  al fondo de ese agujero que crece a cada instante. Un remolino de agua se forma en el centro mientras continúa creciendo de diámetro  hasta que sus bordes empiezan a comerse los cimientos del porche de  la casa de la esquina.

En breves instantes el deslave se ha metido casi dos metros por debajo de la casa debilitando los cimientos, queda al aire solamente una delgada y frágil capa de piso sobre del cual el dueño se apresura  a jalar el agua que escurre por los lados. De pronto, su esposa sale del interior de la casa y se acerca peligrosamente hasta el borde junto a él. En ese momento, el piso cede por el peso de sus cuerpos y caen al interior del hoyo que ahora parece una gigantesca licuadora que succiona todo en el remolino formado en su centro. Veo cómo la mujer y el hombre son absorbidos por las aguas, se sumergen, giran repetidas veces, manotean y abren la boca desesperadamente; un instante después se pierden arrastrados por la corriente  que  se adentra en las profundidades de la tierra.


Unos vecinos imprudentes salen  para mirar  asombrados ese espectacular acontecimiento sin tomar  precauciones. Una señora y tres niños se acercan, ella tiene tomados de las manos a dos y el tercero está aferrado a  las manos de uno de ellos. Caminan sin importarles mojarse con la lluvia, tienen los pies cubiertos por el torrente de agua. Les grito con todas mis fuerzas que no se acerquen más al borde pero siguen avanzando y en un momento dado, la corriente  cubre  sus rodillas y luego un poco más, haciendo caer a los niños que empiezan a llorar, la señora se da cuenta y quiere regresar por donde vino pero la corriente la arrastra y con ella a los niños. Uno tras otro van cayendo al agujero  y se pierden en el  voraz remolino formado en su centro. Sólo el más chico de ellos, que iba atrás de todos,  queda atrapado en un recodo cerca de donde me encuentro, está sumergido como a medio metro y puedo ver sus ojos desorbitados por el terror, abre la boca jalando agua, está a punto de  ahogarse y da vueltas como una marioneta. Siguiendo mis impulsos, me tomo del marco de la puerta y me estiro metiendo mi brazo dentro del torrente, logro tomarlo  de su camisa y lo jalo con fuerza, siento cómo sus botones se desprenden y casi se  sale totalmente de la prenda; entonces, haciendo un enorme esfuerzo, suelto sus ropas, meto medio cuerpo dentro del agua y logro sujetarlo de  una de sus manos, lo jalo hacia mí; en ese momento el niño también se aferra de mi mano  con sus últimas fuerzas, lo arrastro hasta la superficie y lo saco  del agua; está desfallecido, parece un muñeco desmadejado, lo acuesto en el piso e  intento reanimarlo. En ese momento siento bajo mis pies una vibración que en segundos se transforma en fuertes sacudidas  mientras unas grietas parten el suelo. Consciente de lo que pasa, tomo en  mis  brazos al niño y corro a toda prisa al interior de mi vivienda,  doy  un salto  oportuno para evitar que en ese momento sea tragado por el deslave que se come   parte de la casa. Como puedo me arrastro lo más lejos del borde, veo cómo pedazos del techo y unas paredes caen hacia el descomunal agujero que para ese momento abarca los bordes de las cuatro  calles y parte de las casas. Las calles son ríos desbordados que levantan espuma al juntarse en el centro del agujero; me alejo lo más que puedo, salgo de la casa por la puerta trasera con el niño entre mis brazos justo  cuando se escucha otro ruido ensordecedor, distinto al del torrencial aguacero. 


Es el despertador que me saca de esa pesadilla que durante el último mes me ha estado atormentando.  Aún con el alma en un hilo, agitado y sudoroso, me siento al borde de la cama, cavilo en esta situación que ya no soporto. Es necesario tomar una decisión drástica, me estoy volviendo loco con este aterrador sueño que se repite reiteradamente en los últimos días. Intento explicar qué lo motiva. ¿Acaso estoy poseído?, ¿Me hicieron algún hechizo?, ¿Tendré algún tipo de esquizofrenia? Definitivamente necesito asistencia médica, psicológica, tal vez psiquiátrica. Me levanto con intención de concertar una cita con algún  especialista. Voy al baño, anticipo una rica ducha con agua fría para despejarme.  Pero  justo cuando estoy  frente al espejo, una nota pegada en el mismo llama mi atención:

“Amor, te recuerdo una vez más que prometiste arreglar la fuga del tinaco. Los niños y tú  tendrán problemas para bañarse. Si no puedes hacerlo, llama al plomero  pero tú pagarás la cuenta”…






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