Desde que nacemos, morimos,
lentamente,
día a día,
nos vamos de este mundo.
Vivimos muriendo,
crecemos muriendo,
hasta que, finalmente,
nos llega el sueño eterno.
Es una ley inmutable,
nadie escapa de ella.
Algunos se adelantan,
otros viven toda su historia.
Cada día es una huella en la tierra,
es un paso en
el trayecto de la vida,
se escribe en la memoria,
se imprime en el corazón,
fosiliza en una lápida.
Cada acto,
cada palabra,
cada sentimiento va dejando su esencia
en las demás personas que le rodean.
Mas no todos dejan huellas claras,
no todos siguen un trayecto definido,
algunos prefieren una doble vía,
otros, caminos más cortos;
algunos buscan quién camine por ellos
y nunca dejan huella,
otros caminan por los demás
y sus huellas son profundas.
Hay quienes pretenden no tocar el suelo,
soñando vuelan hasta que despiertan
sin haber desplegado las alas,
algunos dejan sus pasos para el último día,
y otros más caminan a la deriva,
sin que les importe dejar huellas y heridas.
La vida transcurre en el tiempo
y el tiempo es la medida
para el peso de nuestros actos.
Naciste el día en que los muertos
regresan felices a convivir con su familia
y es irónico que en este día de fiesta
hallas venido al mundo por vez primera,
porque teniendo tanta vida
decidiste morir para siempre
y no puedes
regresar al lugar donde viviste.
Muerta en viva,
sigues dejando huellas
lejos de donde partiste;
un amor, un hogar, una familia.
Hoy no se hizo un altar para ti,
no hay comida ni dulces para que disfrutes,
y quizás no los necesites,
quizás los tengas a manos llenas;
aunque el lugar sea lo que menos importa.
Lo trágico es que decidiste partir
y el motivo que te orilló para hacerlo.
Ya no existes en este lugar,
te fuiste para no volver,
y aunque rondes cerca,
como alma en pena,
eres forastera de tu misma tierra,
no queda un solo recuerdo,
uno solo,
para construir un altar
y hacer para ti un día de fiesta.
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