Una
vez un hombre
conoció
a una mujer
y se
enamoró de ella
con
toda la fuerza de su ser.
Era
muy joven y tan bella,
que
el hombre le entregó su corazón
sin
condiciones.
A su lado fue feliz y la amó
de
tal manera que jamás dudó
que
su amor eterno fuera.
La
hizo su princesa,
construyó
un castillo de sueños
y su
vida la vivió con ella
como
si fuera un cuento
del
más puro y tierno amor.
Era
un idilio tal entre los dos
como
nunca hubo otro igual.
La
llenó de regalos y atenciones,
de
tesoros invaluables;
la
vistió con las mejores prendas
y
los perfumes en su cuerpo
destilaban
más encanto que las flores.
Los
años pasaron
y
aquella encantadora princesa
de
pronto un día al mirar
en
el espejo su imagen sin igual,
oyó
que su reflejo le decía:
-Niña
hermosa,
mira
el mundo,
a tus pies rinde tributo,
¿Por
qué compartes con un viejo
la
hermosura de tu edad?
Anda,
sal de tu castillo,
vive
como viven las mujeres de tu edad.
Tienes
la virtud de las doncellas
y
eres entre todas la más bella.
No
lo pienses más,
un
apuesto joven ya te espera-.
Y al
volver la vista
descubrió
en su alcoba
a un
anciano recostado y dormitando
y no
al hombre
del
que se había enamorado.
Salió
sin decir adiós
y se
perdió en el horizonte
atestado
de transeúntes.
Cuando
al fin aquel hombre despertó
se
dio cuenta que estaba solo
y
lloró con desconsuelo
pues
sabía que el destino le cobraba
el
precio justo
por
vivir a plenitud
su
más caro sueño.
Tenía
sin embargo
en
su memoria,
todos
los recuerdos
de
aquellos bellos años.
Su
amor le acompañaría
hasta
el último de sus días
y
una sonrisa al fin
en
su demacrado rostro
dio
paso a la serenidad
de
quien lo ha tenido todo.
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