Estuve frente a ella,
sentí su voz
acariciar mi alma,
sentí su mirada
buscando la mía
mientras hablaba.
Ella resplandeció
como una estrella
en la oscuridad de
mis temores.
No pude verla, no
pude.
Mis ojos se
aferraron en el entorno,
un detalle, una
imagen cualquiera
fue pretexto perfecto para morir con las ganas.
Sentí su presencia
desbaratar mi cordura,
no supe qué hacer,
sentí su voz
recorrer mi cuerpo
como una descarga
eléctrica;
sentí sus palabras
abrir mi corazón
y ganas de reír sin
control,
pero un nudo en mi
garganta
contuvo toda
respuesta.
Mis ojos caídos me
hicieron culpable
de un dolor agudo
que no pude ocultar;
caí ante ella tan
largo como mi ausencia
tan indiferente y ajeno a su vida.
Aun cuando parecía
sereno
en mis adentros lloré tanto por ella
sin que una lágrima
brotara
y me sentí vulnerable
en ese momento en que estuvimos juntos
por azares del
destino;
que pudo ser para
dar tregua,
para decirnos adiós
como buenos amigos.
Su voz calló,
y teniendo
oportunidad de preguntarle
lo que quisiera,
dejé pasar la
oportunidad de mirarla a los ojos
y preguntarle por
qué terminó así
nuestro destino.
En este momento tan
importante
que nunca se
olvida,
expuso sus
argumentos
para justificar sus
acciones;
yo presenté los
míos.
Su voz serena
convenció mis sentidos,
en cambio mi
corazón habló sin ritmo,
sin argumentos,
se quebró como se quiebra una roca.
Perdido en
contradicción;
feliz enfrente de
ella,
y mudo por el
dolor,
no pude decirle
cuánto la quiero.
Se va, se va de mi
vida
como si nunca nos
hubiéramos conocido.
Quizás el calor de
sus manos aun
hace arder las
mías,
quizás nunca fue
suficiente
su amor para el
mío,
quizás me quedé con
las ganas
de amarla más de lo
hecho,
quizás no
fueron suficientes los besos
que un día nos
dimos.
Y morí de ganas de
hablarle
de mirarla a lo
ojos
y reírme con ella.
Ahora que solo me
encuentro
ya nada vale esta
tristeza,
ya nada vale que
siga
pensando en ella.
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