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sábado, 9 de octubre de 2010

Adiós para un amor prohibido

Arde esta noche en su destierro,
revienta de cansancio,
de lucha sin tregua
contra la aurora que se lleva,
grumo a grumo,
la icónica fragilidad de tu promesa,
acaso bruma,
acaso hielo
donde chocan los lamentos.

Inmolado al altar de los perdidos
lloro no por mi pecado,
no por mis heridas.
Soy tributo a la deidad etérea
y no de carne,
no sudor para el ardiente celo.
Pude perpetuarme en el divino néctar,
en la agridulce risa de voluble acento,
doblar a besos la esbeltez de lirio
para beber el cáliz que un día me ofeciste,
y sin embargo,
creyéndome inmune al deseo
que mojó tus labios,
rodé por tu inmaculada frente
como ruedan los guijarros.
Si una lágima tiembla en mi pupila
es porque al mar miro de frente,
porque ardo en la sal que condensa mis cenizas
ya tan negras y húmedas de espera.
No habrá una nueva luz,
he resbalado río abajo,
ahogada está mi voz.

Quiero verte antes que mi cuerpo
llegue hasta el océano
y se pierda en la espuma del tiempo.
¡Oh, nada soy sin tí!
Me hiere tu nombre si lo imploro
y el eco, infame,
me devuelve el muro de tus labios.
No sabes que estas manos
conservan un átomo de piel
arrancado a la locura;
tu espíritu dormita en el polvo que las cubre.
Si pudieran enredarse mis deseos
en la red de tus estelas,
si tus soles como antaño me abrazaran.

Hoy, más que nunca,
mi sangre se revela a ser vertida.
Voy a romper la barrera del silencio
recargando el peso de mi culpa.
Si he de hundirme en el fondo del océano,
déjame ser yo quien lo decida.
Desátame las manos y besaré las tuyas
esta vez quiero beber sobre tu piel
las lágrimas del pecado y partir,
antes que amanezca,
con el perdón en los bolsillos,
boleto al infinito.

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