Hace un
mes nos vimos por última vez, en todo
este tiempo no he dejado de pensar en lo que hacemos y lo que pasará después.
Algo es seguro, ya no podremos seguir así. Quiero imaginar que todo fue un
sueño, que el pasado no existe pero es inútil engañarme.
Me apresuro
por llegar a la cita, voy decidido, hoy
será la última vez que nos veamos, nada me hará cambiar, sin embargo, mi
corazón se resiste y brinca hasta casi salirse de mi pecho.
Me he
arreglado con esmero, todo nuevo para esta ocasión porque quiero que me veas y
recuerdes como siempre, los zapatos boleados, camisa nueva y el perfume que
tanto te gusta sentirme. Me vestí como para ir a una fiesta y sin embargo, siento que voy al patíbulo, no
me preocupa morir, sólo quiero que esta agonía no se prolongue.
Antes no
comprendía todos los porqués pero tú me fuiste enseñando que en la vida hasta
las víboras cambian de piel y hoy tengo para ti una coraza nueva que me
aprieta, que me hace sudar mientras avanzo con pasos largos y rápidos tratando
de ganar tiempo a este destino que ya no cabe en los pocos minutos que nos
quedan.
Está
nublado, pronto empezará a llover, ni el clima respetó este momento tan
importante, parece que quiere consumar una venganza maligna contra ti o contra
mí, quizás contra los dos por insensatos. Estoy a un minuto de encontrarnos, me
encanta ser puntual y me alegra ser así, aunque hoy aprieto los puños hasta
casi enterrarme las uñas en las palmas de las manos. No es coraje, nunca podría
tenerlo en tu contra. Siento que es algo más profundo y más llano, no sé dónde
empieza pero termina envolviendo mi corazón y lo estruja entre sus
garras hasta hacerlo pedazos, no importa, ese era nuestro destino y lo
sabíamos sin torturar nuestras conciencias, sin cuestionar estos momentos
surrealistas donde nos encontramos atrapados, entretejidos en una relación que
involucra no sólo nuestros corazones sino también otros dos, cada uno por su
lado, cada uno con una historia paralela que inició sin haber terminado lo nuestro.
Empieza a
caer una ligera llovizna, el cielo está ennegrecido y unos rayos a lo lejos
anticipan un aguacero. Intento refugiarme en alguna marquesina de la calle
todavía repleta de gente que intenta resguardarse del inclemente tiempo.
No sé
cuándo perdí el control de la situación, voy a la cita contigo pero intuyo que
todo el valor que me mueve, ante tu presencia, será sólo un intento
desesperado por escapar del vicio que
nos carcome el alma y ha marcado para
siempre nuestros cuerpos.
–¡Maldita
lluvia!–, arrinconado en esta esquina, pegado contra la pared el aguacero
arrecia, finalmente me moja. Entonces salgo de mi improvisado escondite y
camino lentamente dejando que la lluvia me bañe por completo, resignado a mi
suerte camino arrastrando los pies, pateando de vez en vez el agua de los
charcos sin importarme nada.
Recordar
aquel pasado abre una herida que nunca cicatrizó. Fue como una ampolla
que siguió creciendo bajo la piel hasta reventar y despertarme con los ojos
húmedos y el terror de una pesadilla pintado en el rostro. Ahora, en esta
segunda oportunidad que nos dio la vida, quizás no abrimos una brecha lo
suficientemente ancha para evitar que el fuego cruzara la débil cordura,
cuando nuestros ojos se reencontraron en medio de las cenizas.
Llego al
departamento escurriendo agua, todo empapado, entro con cuidado. No tienes la
llave, por eso procuro dejar la puerta entreabierta para que puedas entrar como
siempre lo haces. Me desvisto y acomodo mi ropa en una silla bajo el
ventilador. Me doy un baño con agua tibia, salgo apresurado y me meto entre las
sábanas, sé que estás por llegar. Unos momentos después escucho un vehículo detenerse y luego entras
empujando la puerta:
–¡Amor,
dónde estás!–. Caminas apresurada y te tiras encima de mí. El tiempo se
detiene, un huracán inunda el cuarto y arrebata nuestros cuerpos en una danza
de tribal encanto y frenesí. El tiempo pierde su dimensión y lo único que
cuenta es la euforia del momento. Pero hay algo que impide seguir el ritmo de este apasionado
juego.
—¿Qué
piensas amor?—. -En lo que te dije la otra vez, que amar a veces duele, pero no
me crees-. Ríes y juegas colgada de mi brazo como una
chiquilla mientras yo trato de mirarte a los ojos para hacerte sentir que esto
es algo serio.
–Amar a
veces duele. Duele cuando el amor no es libre, cuando no tiene voz propia,
cuando el secreto arrincona las palabras estrujándolas contra el corazón,
un dolor que raspa el deseo de las cosas sencillas y las desangra, que
arranca la piel y expone la herida al sol del medio día, un dolor que hace bajar la
vista como si amar fuera un sentimiento indeseable. Duele cuando el amor se
resiste a ser condenado al olvido sin haber terminado, cuando está más
vivo e ilusionado—.
Estoy
aquí, todo serio, intento atrapar tu atención, pero te escurres
entre mis manos como cristalina
agua; de pronto te transformas en una enredadera y subes por mi cuerpo,
sofocas mi habla con tu aliento, me das besitos en la cara, en mi cuello
y tu risa se incrusta en mí como una puñalada cada vez más profunda.
—Te quiero,
te lo he dicho mil veces y siempre me callas con un beso–.
—¿Para
qué me lo dices?, mejor demuéstramelo así–.
Muerdes
mis lóbulos y te los chupas, muerdes mis labios y te los comes, muerdes mi
corazón y te llevas mi vida entre los dientes; entonces me miras con esos ojos
que adoro, los entrecierras y tu ceja derecha se levanta mientras un
mohín desdibuja tus labios. Aprovecho esta tregua para decirte que te
quiero, que necesito expresártelo ahora, que ya no puedo callarlo, que
estoy a punto de estallar y prefiero mejor separarnos, decirnos adiós; mi voz
tiembla, casi es un susurro y piensas que estoy jugando. Para ti todo es
fácil, todo es broma, no hay imposibles para tu imaginación y tu traviesa alma.
Tus gestos pasan de la curiosidad al azoro, de la extrañeza a la duda y
luego empujas hasta el fondo esa daga que martiriza mis entrañas.
–Loquito–.
–¡No te
rías! ¡Es en serio!–.
Y mientras
te callo y observo, mi mente se fuga hasta encontrarte en aquellos
momentos en que te conocí. Así fuiste siempre de graciosa y risueña, con esa
forma aniñada de ser, con esa chispa de vida que te iluminaba el rostro y me
hacía sentir el hombre más feliz del universo. Fue aquel entonces cuando
supe que en mi corazón empezabas sutilmente a hacer tu nido y luego te metiste hasta ocupar todo mi
espacio y tiempo al grado de ya no pensar en otra cosa más que en ti. Me
enamoré perdidamente, hasta el hartazgo, por eso acepto tantas cosas que mi
lógica rechaza; pero, qué puedo hacer cuando el corazón me empuja a tu lado,
cuando siento que la fuerza que ejerces sobre mí se asemeja a dos imanes que se
atraen por sus polos opuestos. Somos tan diferentes y sin embargo eres mi
alma gemela, somos tan distintos y a pesar de ello, a fuerza de estar juntos me
volví tu lado oscuro, tu lado perverso.
–¿Qué me
quieres decir, amor?, ¿qué significa amar a veces duele?–.
Tu voz me
saca del letargo, vuelvo a ti y mi boca sella tus labios para que no
hagas más preguntas.
–Nada. Ya
no deseo decirte lo que pienso–.
Y ya
sólo quiero comerte a besos, ahogarme en las profundidades de tu
cuerpo y no salir de ahí hasta reventar de gozo. Después de todo, es lo
que tú también deseas, lo sé porque no opones resistencia a la
urgencia de mis manos que resbalan por tu piel y se aferran a cada redondez
exquisita de tu cuerpo, disfrutas anticipadamente el momento
sublime en que caeré al abismo insondable de tu sexo. Brota de tu boca
una magia de colores encendidos, pintas mi cuerpo a tu antojo, soy un lienzo
para tu intuición de arte abstracto con la pasión y el frenesí de quien ha
encontrado por fin su inspiración. Me dejo llevar por esa sensación de
levitación divina, donde mi piel parece adherirse al pincel de tu aliento, me
voy haciendo cada vez más grande para tus intrépidas manos y tus
manos más pequeñas para mi delirante cuerpo. Mi pequeña traviesa es una
espiral de fuego, un volcán de dimensiones infinitas que hace arder mis venas
por fuera y por dentro. Me revuelco entre tus llamas que crecen y crecen hasta
alcanzar el cielo y voy espasmo a espasmo donde se pierde la noción
del tiempo. Me aferro a tus caderas como si en ello se me fuera la vida; al
borde del precipicio mi locura suicida me empuja a saltar al abismo y
salto. Voy en caída libre, feliz viajero en un universo
interior de nebulosos y húmedos bordes; desnudo y yerto. Y en este
momento estamos cada quien por su lado; y estamos a la vez del mismo
lado, acabados, jadeantes y abrazados sin más ganas que jugar al cíclope,
mirándonos fijamente a los ojos hasta que vemos uno solo, entonces
ríes y el dolor vuelve espantoso a estrujar mis heridas. Una fascinación
empieza a comernos a ambos, entrecierras los ojos y me preguntas:
–¿Qué me
querías decir?–.
–Nada
importante–.
De
pronto, no sé por qué, a tu lado me siento un muñeco de
trapo. La lluvia ha cesado, el ruido de los transeúntes y vehículos se
cuelan por la ventana, y la penumbra del cuatro nos indica que ha llegado el
momento de despedirnos. Enciendo una lámpara del buró que ilumina tenuemente la
habitación. Te levantas de la cama, te observo mientras caminas al baño. Tu
cuerpo menudito y perfecto proyecta una sombra distorsionada en la pared que
crece hasta alcanzar el techo. Es una sombra que intimida, que me demuestra que
el poder ha cambiado de lado.
Busco mi
ropa, está aún húmeda y hecha un asco. No pude mostrarme ante ti, gallardo y
apuesto. En el radio-despertador se anuncia un tardío ciclón con rumbo directo
al estado. Sales del baño envuelta en la toalla secándote el pelo, distraída y
absorta en el espejo, eternizo ese momento en mi memoria con mi silencio.
Te vistes y maquillas, antes de
salir te detienes coqueta y me miras modelando tu vestido negro. Giras
sobre las puntas de tus pies de un lado a otro y echas tus cabellos hacia atrás
con tus gráciles manos, sonríes, me mandas un beso volado.
–¿Amor,
cómo me veo?–.
–Divina.
Igual que cuando te conocí. Pero no te vayas todavía, quiero que me digas
cuándo nos veremos otra vez–.
–No sé,
en casa hoy haremos planes y diciembre está cerca–.
–¡Calla!
¡No me digas que te esperan!–.
–¡¿Celos?!
Mi vida, sabes bien cómo está nuestra situación. Pronto habrá una solución, te
lo prometo–.
Antes de cerrar la puerta nos damos un beso, pero no es una despedida definitiva. Un mes más, tal vez dos. Tomo mi ropa, me la pongo y salgo a la calle, el ambiente se siente húmedo, charquitos reflejan las luces de un automóvil que pasa. Pocas personas caminan, me pierdo entre ellas. Llevo el alma hecha un desastre, el corazón aún herido mortalmente silba una letanía de ensueño, quizás esperanza; en el ambiente una densa calma presagia tormenta.
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