Cuántas veces alzamos la mano
para arrojar la piedra
al pájaro que nos despierta.
Cuántas,
nuestra mano extendió su horror
para besar limosnas,
para recibir la hipócrita moneda.
Esa diestra llena de arrugas,
es la frente del mundo.
Sus grietas no desmienten el dolor;
alargamos nuestra culpa
pero en los brazos vive el lobo.
Un perro aúlla
desde sus costillas rotas;
pateamos la inmundicia.
No vemos la estrella
sacando piedras al camino.
El animal que lame su herida
sabe más de la amistad
y no estudió psicología.
lo sabe la mano que envejece sin saludos,
lo grita la puerta
cuando en ella azotamos la ira.
Si en vez de impulsos
atrapáramos la idea con un lápiz,
si en vez de fracturar la vértebra filial
trazáramos balsámica caricia.
Corren ríos de vida ocultos en la carne,
rojo aceite en las entrañas de la máquina,
en el volcán de acero y venas derretidas.
¿Por qué seguir la huella del tirano?
Mejor besar,
no la herida,
sino el dolor mundano.
Levantar la carroña con las manos,
llevarla a la boca,
digerirla o vomitarla,
pero ignorarla nunca.
Y si alargamos compasión
no ver la moneda ni la mano,
a cambio,
mitigar el hambre humana.
Dar la mano y levantar la moribunda alma,
verter consuelo en la rota ánfora.
No importa cuánto se derrame;
acaso en la tierra
florezca niños felices,
mujeres de corazón puro,
hombres de fe y de valores.
Una mano amiga para la posteridad;
un saludo que dignifique la naturaleza humana.
Amanece y el ave canta.
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