Hubo una vez en que lo etéreo
halló la frágil línea
que separa mi presente del destino.
Se acercó tanto
que en mis labios derramó sus mieles,
me arrobó con sus encantos.
Fue como entendí
que cada hombre tiene en su historia
una estrofa de poema,
un cuento encantado.
Pero no todos abrirán el libro,
no todos leerán la página.
Eso dijiste sin hablar aquel extraordinario día,
porque así como en los cuentos de hadas,
como en las fábulas de crisálidas monarcas,
así empezaste a contarme las auroras,
las noches y también los días.
Me dijiste que a veces las princesas
por algún mágico designio,
abandonan sus palacios y castillos
para arrobar con sus encantos
el mundo real de los humanos.
Ibas donde las ninfas suelen jugar coquetas,
donde traviesas ríen con la sorpresa
que causa su divina gracia.
Ibas así, sola, ágil y contenta,
con la risa besándote los labios
y en el talle apretados y vibrantes tiernos años.
Te vi un instante,
recortada a contraluz por el destello fugaz,
como relámpago,
del hiriente ocaso.
Te vi como nadie nunca pudo verte
y fuiste mía,
sólo mía en ese instante.
Caminabas como suelen hacerlo las mujeres
pero había algo especial en ti,
eras casi ángel,
con un áurea delineando tu contorno,
dibujando cada curva,
cada detalle de tu juvenil silueta.
Parecías flotar,
brotar del césped vespertino.
Nadie te vio así,
mujer y casi diosa.
Grácilmente,
con la despreocupación de quien no debe nada al mundo,
pasaste junto a mi
y empeñada en robarle al cielo alguna estrella,
me hice invisible en tu pupila;
en la mía alcanzaste eternidad.
A tu paso,
grabé cada rasgo,
cada gesto de tu divino rostro.
Te hice princesa de un imaginario reino y yo,
siendo real, irónico,
me volví cristal, sombra, humo.
Desde ese instante,
cada noche abro el libro,
busco esta página.
Aquí estás,
este es mi secreto.
halló la frágil línea
que separa mi presente del destino.
Se acercó tanto
que en mis labios derramó sus mieles,
me arrobó con sus encantos.
Fue como entendí
que cada hombre tiene en su historia
una estrofa de poema,
un cuento encantado.
Pero no todos abrirán el libro,
no todos leerán la página.
Eso dijiste sin hablar aquel extraordinario día,
porque así como en los cuentos de hadas,
como en las fábulas de crisálidas monarcas,
así empezaste a contarme las auroras,
las noches y también los días.
Me dijiste que a veces las princesas
por algún mágico designio,
abandonan sus palacios y castillos
para arrobar con sus encantos
el mundo real de los humanos.
Ibas donde las ninfas suelen jugar coquetas,
donde traviesas ríen con la sorpresa
que causa su divina gracia.
Ibas así, sola, ágil y contenta,
con la risa besándote los labios
y en el talle apretados y vibrantes tiernos años.
Te vi un instante,
recortada a contraluz por el destello fugaz,
como relámpago,
del hiriente ocaso.
Te vi como nadie nunca pudo verte
y fuiste mía,
sólo mía en ese instante.
Caminabas como suelen hacerlo las mujeres
pero había algo especial en ti,
eras casi ángel,
con un áurea delineando tu contorno,
dibujando cada curva,
cada detalle de tu juvenil silueta.
Parecías flotar,
brotar del césped vespertino.
Nadie te vio así,
mujer y casi diosa.
Grácilmente,
con la despreocupación de quien no debe nada al mundo,
pasaste junto a mi
y empeñada en robarle al cielo alguna estrella,
me hice invisible en tu pupila;
en la mía alcanzaste eternidad.
A tu paso,
grabé cada rasgo,
cada gesto de tu divino rostro.
Te hice princesa de un imaginario reino y yo,
siendo real, irónico,
me volví cristal, sombra, humo.
Desde ese instante,
cada noche abro el libro,
busco esta página.
Aquí estás,
este es mi secreto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario